El progreso de un país no es producto de una secuencia de hechos desconectados o circunstanciales. Si así fuese, cualquier inepto vendedor de humo podría sacar a un país del subdesarrollo. Por eso, cuando las alertas de desvío se encienden, es necesario doblar los esfuerzos para no caer en el optimismo infundado y ajustarse a la realidad aunque duela.
Si el primer párrafo le bajó el ánimo, lo siento. Es más, no sabe las ganas de evitar el pesimismo, pero las cifras y el debate hacen difícil dar ese gusto. Por ejemplo, la inflación, como se anticipaba, sigue escalando —1,2% en septiembre, la cifra más alta en 13 años—; mientras, como ya es costumbre, las preocupaciones técnicas asociadas al fenómeno son temerariamente obviadas por parte de la élite política.
En política, claro, la demanda por optimismo difícilmente queda insatisfecha. La oferta siempre se ajusta. Claro, no siempre justificadamente.
El creciente efecto analgésico que están buscando las campañas así lo confirma. Cada candidato a La Moneda trae un largo y relajante listado de promesas que, se argumenta, reactivarían la economía y retomarían el progreso. La mayoría de los mensajes apunta a un país con gran futuro e ilimitadas oportunidades. Sin embargo, al estudiar los detalles se concluye que sobran buenas intenciones y falta evidencia. Esto es transversal, si bien es más nítido entre aquellas opciones que apuestan por más Estado y menos iniciativa privada. También, entre quienes hacen gárgaras con la necesidad de asegurar la rigurosidad de las políticas públicas sin hacerse cargo de las deficiencias técnicas de lo que proponen.
Ante tales falencias, uno podría aventurar que es irracional dejarse llevar por un discurso maquillado, lleno de imprecisiones. Sin embargo, como lo discute Steven Pinker en su último libro, “Racionalidad”, tal resultado es perfectamente razonable. Parte del problema nace de la (des)conexión de dos sistemas que operan en nuestra cabeza: uno procesa información rápida, opera con poco esfuerzo y deja pasar datos; el otro es reflexivo, demanda concentración y tiempo. Así, un humano bombardeado con rápidos anuncios que explotan la impulsividad, usará más el primero y aceptará falacias bien organizadas.
Lo bueno es que el mismo reconocimiento de que somos seres racionales (que, a veces, actuamos irracionalmente) permite desarrollar estrategias en contra del optimismo infundado. La clave es activar el segundo sistema, aquel que explota el elemento central de nuestra razón: la fría imparcialidad ante la evidencia. Entonces, no nos engañemos: muchas cifras económicas en Chile son preocupantes.
¿Creo que el futuro será mejor? No es cuestión de “creer”. El progreso no emerge de actos de fe, sino de pura racionalidad. Como plantea Pinker, nace de un esfuerzo colectivo, anclado en principios básicos de imparcialidad. Mientras la polarización no pare, el desdén por lo objetivamente logrado continúe y el análisis de los errores se desarrolle en un ring, el optimismo por el futuro debe esperar.