No hay discurso fúnebre cuando echan a un entrenador, porque el hombre no se ha muerto ni se ha marchado al otro mundo.
Está en domicilio conocido, el propio o alquilado, donde reposa algunas tardes, lo tiene merecido; masculla por las noches, sin resentimiento ni bruxismo; y la mayor parte de los días, incluya las noches, se sienta en el living room de su casa o departamento, a la mano algo de picar y beber, nada fuerte, para que no le entre el sueño, mientras enfrenta un plasma como Dios manda, y así observa lo que viven y sufren los que aún dirigen, porque donde estaba él, ahora hay otro.
Se trata de posiciones líquidas y cargos acuosos que se intercambian sin trabas ni dificultades. Es cosa de saber esperar. Lo sabe el que entrena y lo sabe el que lo mira por la tele partido tras partido, campo internacional y siempre el local, con sus compañeros y compadres de profesión que se mantienen pegados a las canchas y gritando lo mismo que él.
En su caso hubo órdenes desoídas, indicaciones mal seguidas y advertencias apenas asimiladas por los once que partieron y después por los reservas que entraron.
Cómo los echan, Dios mío, con que rapidez y frialdad, y vayan pasando de a uno. Hay tantos, hay cada vez más. La vida no está fácil para los entrenadores en general. Y si son chilenos, está más difícil que nunca.
Hace unos meses, cuando el equipo sumaba de a tres, en ese entonces, los jugadores habían entendido su idea: plan, posiciones en la cancha, el ida y vuelta, tipos de marca, vocación ofensiva, composición de lugar, esquema y la disposición estratégica y táctica, que no son lo mismo.
En esos momentos caían los elogios en racimo, por cómo paraba el equipo, su visión de juego y el trabajo psicológico con el plantel.
Era por la Unión Española de Ronald Fuentes o La Serena de Miguel Ponce, el Palestino de José Luis Sierra, el Antofagasta de Juan José Ribera o el O'Higgins de Darcio Giovagnoli.
En algún momento, por esos misterios inexplicables del fútbol, los jugadores lo dejaron de entender.
Esa incomprensión no es de ahora, es eterna.
Ahora hablaba en lenguas, no acertaba con los cambios y perdía sin remedio.
Jorge Pellicer decidió retirarse para siempre. Jaime Pizarro se mantiene pendiente de su buen hijo, estrella naciente en Colo Colo. Jaime Vera en alguna puede estar, igual que Jorge Aravena y a lo mejor, quizás, en algún lado se instaló Martín Palermo. Marco Antonio Figueroa, Jorge Garcés, Raúl Toro y siempre faltarán nombres y espacio.
Los entrenadores, así como llegan, se van; digamos los desvinculan, termina el ciclo y después de un acuerdo se retiran sin prensa y sin luces.
Los echan y se van a esperar.
No hay como disponer de tiempo para ver fútbol por la tele, incluso tiempo para estudiar o para descansar los fines de semana, y por fin entregarle más tiempo a la familia.
Ya los llamarán de nuevo.
Ya los echarán de nuevo.
A la larga, todo es cuestión de tiempo.