La cercanía de las elecciones es caldo de cultivo para malas políticas. Con tal de ganar votos, no parece tan pecaminoso pasar leyes para la galería, aun con plena conciencia de sus efectos negativos. Después vemos cómo arreglamos el pastel, parece ser la máxima. Pero una cosa es ganar una elección con una mala ley laboral, y otra es aniquilando el sistema de pensiones y los derechos de propiedad. Lo que estamos viendo es un impulso autodestructivo que va más allá de una coyuntura eleccionaria.
Efectivamente, existe en la izquierda —y en algunos de la mal llamada derecha social— un ánimo refundacional, con mucha convicción sobre lo que no se quiere y muy poca claridad sobre el proyecto a construir. Por ello, si a la búsqueda de votos se suma la construcción del cementerio del neoliberalismo, mejor aún. Después vemos cómo les damos forma a los sueños.
Pero quizá lo más sorprendente es que las personas han perdido sensibilidad a las malas políticas, que no son castigadas por un electorado anestesiado. ¿Por qué? Un fascinante trabajo reciente sobre la experiencia italiana nos entrega luces (Gratton et al., 2021). La idea es simple: el principal incentivo del político es elegirse, para lo que debe convencer a sus electores de su capacidad de gobernar. Si el circuito que relaciona acciones con resultados funciona bien, los políticos tienen incentivos a hacer buenas leyes, lo que será valorado por los votantes. Pero si este funciona mal, la política se dedica a entregar señales de proactividad y frenesí legislativo a sus electores, no importando sus efectos de largo plazo.
La relación entre leyes y consecuencias es sofisticada. Depende de condiciones externas (en tiempos buenos me va bien, aunque haga las cosas mal), de la eficacia del Estado (la captura del Estado impide implementar bien las leyes), y de la estabilidad institucional (la incertidumbre bloquea decisiones y vuelve inertes ciertas políticas). En un ambiente de desorden, los electores no distinguen a los políticos competentes de los que venden humo y, confundidos, privilegian a políticos activistas, aunque los lleven al precipicio. La consecuencia, que Gratton y coautores ilustran para Italia, es la proliferación de malas leyes y el estancamiento económico.
En Chile, el aperitivo está servido. El Estado está crecientemente capturado por grupos de interés (el Colegio de Profesores se lleva, sin duda, la medalla de oro) y el desorden institucional amenaza a pilares económicos y democráticos básicos. Este pantano —hábilmente aprovechado por quienes lucran del desorden— impide discernir entre proyectos. Mientras las malas políticas no sean percibidas como costosas, será difícil salir del atolladero.