Celebramos hoy la Asunción de la Virgen María a la gloria celestial, el último de los cuatro dogmas marianos, proclamado por el Papa Pío XII el 1 de noviembre de 1950: "la Inmaculada Madre de Dios y siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrenal, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo". La tradición cristiana concibe este momento de la vida de María de dos maneras. En la tradición occidental se sostiene la dormiciónde María : mientras ella dormía fue llevada por los ángeles al cielo. Esto, porque al no tener ella pecado original, se sostiene que no pudo haber muerto (una de las consecuencias del pecado original es la muerte). La tradición oriental, en cambio, sostiene que ella habría muerto : su cuerpo fue trasladado hacia una tumba cercana al huerto de los Olivos, desde donde habría sido elevada, asunta, al cielo. Hay indicios de que desde el siglo I se venera ahí a María, en una tumba vacía, igual que la de Cristo. Nosotros podemos sostener que María sí murió . El fundamento teológico es claro: si Cristo murió, María también, y, al igual que él, ella participó de la resurrección. Más que pensar que fue trasladada a un lugar, debemos comprender que ella comienza una nueva forma de vida. No es un cambio de lugar, sino un cambio en su condición de vida . La tradición eclesial reconoce, desde entonces, una nueva presencia de María en la comunidad: al igual que Cristo, ella participa de la gloria del cielo y está con nosotros.
La expresión que se utiliza para explicar esto es "asunta en cuerpo y alma". El problema es que al hablar de cuerpo, pensamos en la carne y los huesos. Pero esa mirada proviene de una influencia griega dualista que opone el cuerpo al alma. En la concepción cristiana, más cercana a la Biblia, el ser humano no es un alma encerrada en un cuerpo, sino que es una unidad de alma y cuerpo . No debemos identificar este cuerpo con la composición de células, sino como la persona misma, con toda su historia. Esto es muy importante, pues después de la muerte no se parte desde cero, sino que hay una continuidad con la vida terrena, aunque de una forma distinta . Lo que vamos amando a lo largo de nuestra vida nos va transformando en lo que verdaderamente somos y eso trasciende más allá de la muerte, quedando con nosotros para siempre. La muerte no borra lo que somos, sino que transforma cómo vivimos . Así somos despojados de la limitación de un cuerpo biológico y continuamos una vida plena en Dios.
Con la partida de un ser querido los ojos humanos ven el término de la vida. Pero los ojos de la fe nos muestran que la muerte destruye lo corruptible, pero hay una vida divina en nosotros que la muerte no puede destruir, sino que trasciende. María no fue una privilegiada ante la muerte, sino que nos señala lo que nos espera a todos: frente a la muerte nos espera la vida plena . Es toda la persona, con toda su vida contenida, la que participa de la plenitud de la vida divina. Frente a la gran interrogante de la muerte tenemos una gran certeza: la vida plena. Y es cierto que con unos ojos lloramos la partida de nuestros seres queridos, pero con los otros, los de la fe, vemos la vida divina de la que ya somos parte y nos llenamos de esperanza.