Serán ya dos años de nuestro octubre rojo. Las razones que nos llevaron a la crisis serán siempre, en algún grado, debatidas y su interpretación irá cambiando con el tiempo, más aún a medida que vayamos conociendo el desenlace de la historia. Aun así, parece claro que la violencia actuó ahí como un gatillo. La misma semana del estallido, tan solo el 12% de la población consideraba que la evasión en el metro era la noticia más importante de la semana, en el cuarto lugar (Cadem). La brutalidad del viernes 18 desencadenó, luego, una serie de hechos que cambiaron el curso de nuestra historia.
¿Qué rol jugó la violencia, como forma de buscar cambios, en este proceso? ¿En qué estaríamos si nadie hubiese prendido fuego en varias estaciones del metro al mismo tiempo? Aun cuando podamos estar convencidos de que lo que develó ese viernes era profundo y venía de antes, la violencia como gatillo es como el elefante en la habitación. No es solo que todavía no tengamos claridad sobre quiénes fueron responsables del fuego (y que apenas hablemos de aquello). Incluso si los culpables estuviesen condenados y, supongamos, el desenlace histórico terminase por ser positivo, la violencia en el origen seguirá siendo una verdad incómoda.
No se trata de ser ingenuos, la violencia siempre ha jugado un rol en los asuntos humanos. Pero vivimos en democracia y ello implica una apuesta por la resolución pacífica de los conflictos, cuya violación es peligrosa. Más allá de que, como diría Jorge Millas, la violencia es una forma de “explotación del hombre por el hombre”, ella es siempre impredecible, e incluso con un fin indiscutiblemente noble, bien podría haber muchos muertos sin conseguirse nada. Por otra parte, cuando ella resulta efectiva para hacer cambios, se vuelve tentadora para causas nobles y ruines por igual (pensemos en lo que pasó en Iquique). Lo peor es que cuando todos los medios están permitidos, solo la fuerza vence a la fuerza.
¿Qué piensa la gente de la violencia como forma de buscar cambios? La reciente encuesta del CEP nos da algunas luces. Para una mayoría contundente no se justifica nunca o casi nunca participar de barricadas o destrozos como forma de protesta (88%), tampoco de saqueos (93%) ni menos provocar incendios en edificios y locales comerciales (94%). Este rechazo a la violencia es más rotundo que el observado en diciembre de 2019, en medio del estallido (80, 90 y 92%, respectivamente), quizás porque la violencia ha mostrado su insaciabilidad, quizás porque la vía institucional ha resultado efectiva, quizás, simplemente, porque el tiempo nos ha dejado pensando sobre lo que antes nos tomó por sorpresa.
Sin embargo, basta un puñado de personas dispuestas a recurrir a la violencia para desestabilizar un sistema político. Por ello, es preocupante que uno de cada seis jóvenes de entre 18 y 24 años crea que siempre o casi siempre se justifican las barricadas o destrozos y que otro sexto las justifique a veces. El apoyo juvenil a la violencia apenas ha bajado desde 2019. ¿Será un rasgo propio de la edad, tal vez por biología o por una abrupta autonomía? ¿Tendrá que ver con ideas más permanentes de las nuevas generaciones?
El rol que le demos a la violencia en la interpretación de nuestro pasado reciente es un problema de primer orden. Posiblemente, de ello dependerá el rol que ella juegue en el futuro.