Hace unos días, el Presidente de la República promulgó la llamada Ley Dominga, que modifica la Ley de Derechos y Deberes de los Pacientes para establecer como deber de los prestadores de servicios de salud realizar acciones de contención y respeto del duelo de las madres, por la muerte gestacional o perinatal de un hijo o hija.
La ley tomó el nombre de la niña que Aracely Brito perdió en un segundo embarazo y que falleció estando aún en gestación. Los padres de Dominga sufrieron la actitud fría y deshumanizada de los funcionarios de salud que los atendieron. Aracely comenzó entonces una campaña para que se dictara una ley que impusiera deberes de comportamiento que respetaran el duelo que sufren los padres de una criatura que muere durante su gestación o luego de nacida. Varias senadoras, como Marcela Sabat, Carolina Goic, Ena von Baer y Yasna Provoste, se hicieron eco de este llamado y presentaron un proyecto de ley para explicitar este deber de los prestadores y, además, para extender el permiso del trabajador en caso de muerte de un hijo en gestación a siete días corridos.
No puede sino considerarse valiosa esta ley, porque perder a un hijo o hija durante el embarazo o en los días siguientes al nacimiento, es una experiencia tremendamente dolorosa no solo para la madre, sino también para el padre, y que debe ser tratada con empatía, comprensión y respeto por los hospitales y clínicas, médicos y demás personal sanitario. Es también muy relevante que la Ley Dominga venga a sumarse a la ley que permite dar nombre e inscribir a los mortinatos, para explicitar que el ordenamiento jurídico chileno, en concordancia con la Constitución y la Convención Americana de Derechos Humanos, reconoce la personalidad del ser humano desde la concepción. Por ello, se le trata de hijo o hija, se habla de duelo de la madre y del padre, y para el permiso laboral se menciona expresamente al “hijo en gestación”.
Normalmente se alude al artículo 4 de la Convención Americana que dispone que el derecho a la vida estará protegido a partir del momento de la concepción, pero no se advierte que, relacionando los arts. 1.2 y 3, se llega a la conclusión de que todo ser humano tiene derecho al reconocimiento de su personalidad jurídica. Y es claro que el nasciturus desde la fecundación es un ser distinto de la madre y que, no siendo de naturaleza animal ni vegetal, es humano.
Tanto en el Senado como en la Cámara de Diputados hubo unanimidad en que el drama de la pérdida de hijos antes de nacer era desgarrador. La principal impulsora, la senadora Sabat, señaló que la iniciativa busca empatía y humanidad, resignificar el duelo de madres, de padres y de las familias, y también “dignificar la existencia de nuestros bebés”. La senadora Allende advirtió que una de cada cuatro mujeres embarazadas sufre la muerte de un hijo o una hija en su propio vientre, siendo un dolor profundo que hasta ahora estaba minimizado. La diputada Mix apuntó que el duelo perinatal suele ser silenciado y los padres y madres quedan completamente abandonados e incluso se ven impedidos de despedirse de sus hijos.
Es difícil pedir coherencia a políticos y legisladores. Pero es realmente impresentable que a pocos días de que se aprobara unánimemente una ley como la de Dominga, la Cámara de Diputados apruebe en general, si bien por escasa mayoría (75 vs. 68), un proyecto de ley que, bajo el eufemismo de la despenalización, consagra el derecho al aborto sin causales hasta la 14ª semana de embarazo. No se logra entender por qué para ciertas leyes el niño que está en gestación es una persona y un hijo, mientras que para otras, esta criatura pasa a ser un conjunto de células que queda a merced de la voluntad de la mujer gestante.
Si ya hay unánime consenso en que perder un hijo o hija en gestación es una experiencia traumática para la mujer, ¿cómo será la de tener que cargar con el peso de haber ella pedido su eliminación? El aborto no es un derecho que emancipe a las mujeres; por el contrario, es la muestra de una sociedad machista, que deja a la mujer sola con la responsabilidad de la maternidad y en la que se pierden dos vidas: la del niño o niña abortada, pero también la de la mujer que aborta, que nunca volverá a ser la misma.