Vecinos de Iquique reclamaron durante varios días al ver sus plazas ocupadas como baños o albergues para migrantes, sin que ninguna autoridad tomara cartas en el asunto. La inacción del Estado elevó la molestia hasta congregar una marcha masiva por la costanera, que terminó con grupos violentistas quemando los enseres de los inmigrantes, el pasado sábado 25 de septiembre. Fue un acto cruel y repudiable, que nos recordó los peores días del estallido social, pero que podría repetirse, dada la magnitud del fenómeno migratorio y la poca seriedad con que ha sido abordado.
En esta columna me referiré al tema de ciudad y vivienda, donde el flujo migratorio ha generado impactos de magnitud y una demanda gigantesca por viviendas y servicios urbanos. Los primeros conflictos se inician en comunas centrales, al igual como ocurrió con las migraciones del campo o el norte salitrero, a inicios del siglo XX. La demanda por vivir en Estación Central o Santiago centro fue tan alta, que departamentos y galpones fueron subdivididos en pequeñas piezas arrendadas a precios abusivos, lo que revienta las densidades de los espacios comunes, generando serios problemas de convivencia.
En una segunda fase, los migrantes se mueven hacia viviendas sociales periféricas un poco más grandes, pero con problemas de segregación que se acentúan por las barreras culturales, especialmente para la comunidad haitiana que se localiza en Quilicura, Lo Espejo y San Bernardo. Entre 2012 y 2017, el número de migrantes se duplica, lo que dispara la demanda y los precios de arriendo. Debido a ello, el hacinamiento sube a niveles críticos en barrios como Parinacota o Los Morros, con nueve personas habitando en departamentos sociales de solo 40 metros cuadrados.
La crisis social y la pandemia generan un tercer desplazamiento de población, esta vez hacia los campamentos. En solo tres años aparecen verdaderas favelas en Alto Hospicio, Lampa o Maipú, donde casi un tercio de los residentes son migrantes. Las familias tienen más espacio, pero carecen de escuelas, consultorios y servicios sanitarios, lo que agrava los contagios durante la pandemia. Además, en comunas como Antofagasta, La Florida o Copiapó, muchos migrantes se emplazan en quebradas y zonas de riesgo aluvional, lo que podría desatar una tragedia si tenemos lluvias con isoterma baja en este invierno.
Esta dura realidad ha sido invisibilizada por las élites, que hablan de inmigración desde barrios cuyas plazas no son ocupadas como baños ni hogueras para quemar enseres. La izquierda promueve una política buenista de “puertas abiertas”, que minimiza cualquier conflicto local, al compararlo con la crisis humanitaria que viven los migrantes en sus países de origen. Además se sube a un pedestal de superioridad moral, para calificar de xenófobo o racista a cualquier vecino o alcalde que reclame por los impactos obvios de un crecimiento demográfico tan rápido y elevado.
La derecha se mueve al otro extremo y apela a la mano dura. Aprovecha la molestia de los residentes para exacerbar el nacionalismo y sacar rentas electorales, prometiendo expulsiones inviables que terminan generando más frustración y rabia. Este camino es tan peligroso como el buenismo, ya que puede aumentar los ataques xenófobos, atrincherando a jóvenes migrantes en bandas para defenderse, lo que dio origen a la Mara Salvatrucha o La Eme en los Estados Unidos. Algo de ello ya se puede ver en las batallas campales para disputarse espacios para el comercio informal o las tomas de terrenos en los nuevos campamentos.
Entre 2017 y 2020, la migración se vuelve a duplicar, llegando a 1,4 millones de personas y con esta escala, todas las recetas del buenismo o la mano dura quedan obsoletas. Necesitamos tomarnos el tema con seriedad, lo que implica dimensionar la real capacidad del Estado para entregar los servicios sociales que requieren los migrantes, calculando las brechas que existen y programando proyectos y recursos para cubrirlas. Solo en vivienda los montos serán significativos. Según el Servicio Jesuita de Migrantes, durante el año 2020 ingresaron por pasos no autorizados 16.400 migrantes, que cubren casi dos tercios del programa habitacional destinado a los segmentos más vulnerables. ¿Cómo se financiarán sus viviendas?
El mismo ejercicio debe hacerse con las escuelas, los consultorios, jardines infantiles. Si no existen recursos para cubrir las brechas, el Estado no tiene más remedio que aumentar los controles fronterizos para reducir el flujo migratorio. De lo contrario, el conflicto que vimos en Iquique se replicará en varias comunas de Santiago y regiones, afectando severamente la calidad de vida y la seguridad de nuestros barrios y ciudades.
Iván Poduje
Arquitecto, miembro del Consejo Nacional de Desarrollo Urbano