Las estrategias de desarrollo basadas en soluciones verticales -o recetas universales- tienen una alta probabilidad de fracasar. Un ejemplo reciente es la intervención de Estados Unidos en Afganistán, donde el intento por crear una institucionalidad desde arriba, sin ningún arraigo en las comunidades locales, terminó en un fracaso. Con la debida distancia de forma y fondo, un caso similar es el frustrado salto al desarrollo de Chile, una experiencia que, ante la incapacidad de diagnosticar primero, y responder luego, a las tensiones que acumulaba la sociedad, terminó desencadenando el estallido de 2019. Por esta razón, reflexionar y aprender de estas experiencias es un requisito ineludible para que lo que está pronto a nacer siga un curso diferente.
Puestas en perspectiva, este tipo de soluciones son coincidentes al mirar el desarrollo como un problema de ingeniería más que uno de convivencia social, por lo que sus prioridades tienden a apartarse de los grandes desafíos que vive la sociedad en que se insertan. La brecha que existe entre las expectativas de las personas y la realidad refleja, por una parte, la incapacidad de las élites para hacerse cargo de las necesidades sociales; y por la otra, la debilidad del tejido social para ejercer su rol de contraparte frente a la élite. Concentrarse solo en las carencias de los grupos dirigentes implica desconocer una parte indispensable del problema que enfrentamos.
De hecho, los países que han respondido más rápido y de manera más efectiva en la pandemia son aquellos que observan una confianza pública significativa, factor que les permite adaptar de mejor manera sus políticas a los cambios que ocurren en su entorno. En el mismo sentido, hay abundante evidencia respecto de que la efectividad de las políticas públicas depende de la densidad del tejido que existe en la sociedad, lo que permite encarar -y resolver- desafíos más complejos.
Se trata de asuntos en los que Chile tiene un enorme déficit. Nos obliga a mirar la sociedad como una colección dispersa de individuos, más que como una entidad única que los agrupa. Si bien el tejido social del país se vio intencionadamente deteriorado durante la dictadura, la tarea de recomposición fue descuidada por las administraciones de distinto signo durante la etapa de recuperación de la democracia. Entonces, la única legitimidad de la estrategia de desarrollo provino del crecimiento acelerado; cuando este decayó, se resintió la confianza de la sociedad en las instituciones, acumulándose parte importante de las tensiones que no se han podido resolver.
El buen desempeño de la economía durante los “años dorados” nos hizo pensar que los problemas más estructurales del país se resolverían prácticamente con el paso del tiempo, lo que postergó una reflexión política profunda que insertara nuestro proyecto de desarrollo en una realidad que mostraba luces y sombras. Así, se fue postergando el ejercicio de la política más relacional y cooperativa, de ampliación del espacio público y alejada de los tradicionales modelos de jerarquía y control.
En este contexto, la debilidad del tejido social facilitó la influencia de movimientos sociales fragmentados, empujada por sectores que creen que el proyecto de desarrollo que el país necesita puede emerger desde el agrupamiento de las distintas demandas de estos grupos. En contraste, las conclusiones que emergen de los diversos ejercicios de diálogo ciudadano que se han realizado después del estallido de 2019 muestran que este tejido tiene una riqueza que no puede ser reemplazada por las demandas de grupos fragmentados.
En consecuencia, se hace evidente que para avanzar en el camino del desarrollo necesitaremos reconstituir dicho tejido social a través de tres líneas integradas de acción. Primero, fomentar los procesos de diálogo que desde hace un tiempo se están realizando en el país, como la plataforma “Tenemos que hablar de Chile”, iniciativa de las universidades de Chile y Católica; el trabajo que está organizando el Centro Nansen de Noruega sobre los conflictos en La Araucanía, y el ejercicio de “Los 400”, organizado por la Fundación Tribu con el apoyo del Centro de Democracia Deliberativa de la Universidad de Stanford, entre otras.
Segundo, generar estrategias colaborativas en torno a los desafíos que enfrenta la sociedad. El proceso de vacunación es una demostración de este tipo de iniciativas. Ahora se deben emprender nuevos desafíos, como la creación de buenos puestos de trabajo, lo que requiere del esfuerzo conjunto de muchos actores, incluyendo a las empresas, centros de formación, organizaciones de la sociedad civil e instituciones de seguridad social.
Tercero, avanzar hacia una gobernanza abierta en que las decisiones políticas del gobierno son acompañadas de procesos de participación institucionalizados, que permiten el involucramiento de la sociedad en los temas públicos, la experimentación y la innovación en iniciativas participativas. La instalación de los gobernadores regionales abre una oportunidad para avanzar en este proceso.
En síntesis, superar la crisis política que vivimos debe evitar las soluciones verticales, de uno u otro signo político, para lo cual es indispensable fortalecer nuestro tejido social a través de la sistematización del diálogo ciudadano, la puesta en marcha de redes de colaboración en torno a los grandes desafíos sociales, y la implementación de una gobernanza abierta. Este es el camino para cocrear entre todos un proyecto de desarrollo inclusivo y sustentable.