El tema ha atravesado la república desde el XIX y es universal. Surge con la modernidad. A decir verdad, todos los bandos han cometido pecados en su contra. Ha sido parte de los debates de la democracia y lo seguirá siendo. En nuestro país, a tenor del ambiente en la Convención y de la arremetida de lo políticamente correcto, es realista aguardar una ofensiva contra la libertad de enseñanza. Los padres no deberían ser ajenos a este embate.
La educación se compone de dos brazos: uno, la familia y los valores, posibilidades y prácticas de su medio; dos, el sistema formal de educación, las escuelas o instituciones semejantes. En la inmensa mayoría del mundo existe la dualidad entre educación privada (sociedad civil) y educación pública (Estado); ambas se dirigen a educar un público. Al igual que en salud, en educación, la que se organiza a partir del Estado, tampoco lo podrá hacer; a lo más lo realizará en teoría, jamás en la realidad concreta. A la educación privada en sus diversas categorías también asiste una considerable cantidad de público, que en el sector subvencionado tiene todo el derecho a requerir los fondos fiscales disponibles, porque se trata de chilenos o de residentes legales. No considerarlos en su carácter de tales sería declararlos no chilenos; es como si los estudiantes universitarios de las instituciones no estatales no recibieran asistencia del Estado porque serían una categoría inferior de chilenos.
Escuelas, liceos y colegios, ¿saben más de educación que los padres, y a través de aquellos sería el Estado el depositario último de la suma majestad personificada por ubicuos expertos? Cierto, pero en un sentido restringido. Quienes se jugaron por la vida de los educandos son los padres, para no hablar de que, cada día más, prácticamente la totalidad de ellos pasaron por todas las etapas de la educación básica y media, y casi la mitad por la universitaria.
Porque entre los afanes de aplanar la existencia adversaria está la pretensión de restar de los padres el “derecho preferente” a decidir sobre la educación de sus hijos. Se borra de un plumazo la idea no solo de la historia jurídica de Occidente, sino que de toda pretensión de una sociedad civil autónoma al Estado. Es un tema mayúsculo. Tiene el aire de una declaración de guerra a la libertad de enseñanza, y como tal hay que entenderla.
Como la historia del país —que se quiere borrar— está entre medio, y los lectores entenderán que me preocupa en especial, aunque por cierto no me refiero solo a ella, y de hecho moros y cristianos con liviandad la suprimieron para terceros y cuartos medios, hay que responder con algunas exigencias mínimas. La historia de Chile es un tema debatido y hay que asumirlo como tal. Para que exista una garantía de una discusión de verdad, en la enseñanza escolar de historia se debería poder escoger entre diversos manuales, que hayan debidamente pasado por el cedazo del rigor, siguiendo el viejo principio de que las interpretaciones son libres, los hechos sagrados. Y quienes primero escogerán entre los que se seleccionen, en la educación pública y privada, hasta cierta edad de los hijos, serán los padres; voluntaria e individualmente, si les parece, podrían delegar la elección en la escuela o en los profesores. Como algún día tendrá que retornar la razón y volverá la historia en los decisivos dos últimos años de enseñanza media, arribará el momento de maduración y emancipación de los jóvenes y ellos podrán escoger. Nuestra historia es tan debatida y de su recepción se siguen tantos supuestos sobre un programa de futuro que aquí habrá una prueba crucial para la libertad de enseñanza.