Los artículos donde se “despide” a Clint Eastwood y se sopesa su legado han estado circulando por décadas —el próximo año se cumplen 30 del estreno de “Los imperdonables”—, pero a estas alturas, sinceramente, ya no hacen mucho sentido: a sus 91 primaveras, el legendario personaje ha sobrevivido a incontables críticas y a un buen número de críticos, a cambios de siglo, de modas y de ejes culturales, mientras que su propia obra continúa adoptando sinuosas rutas y desafiando supuestos (partiendo por la idea de jubilarse), hablando siempre en términos de presente, jamás mirando atrás.
Es desde ahí que se entiende su interés por algo como “Cry Macho”, la adaptación de una novela vaquera acerca de Mike Milo, una exestrella del rodeo cuyo antiguo jefe le encarga cruzar la frontera hacia México para traer a un hijo al que le dio la espalda y que ahora quiere acoger por despecho a su exmujer. Viviendo en la calle, el chico se mantiene con lo que gana apostando a Macho, el gallito rojo de pelea que da título al relato y, a la vez, funciona como cuestionado símbolo de masculinidad.
El guión rebotó por muchas manos, incluyendo las de Schwarzenegger y el propio Clint, quien en 1987 la dejó de lado para tomar por quinta vez la Magnum 44 del inspector Harry, hasta que en plena pandemia y en busca de un nuevo proyecto la recordó, se puso en contacto con el también nonagenario productor Albert Ruddy —su partner en el triunfo de “Million Dollar Baby” y dueño de los derechos del libro desde su publicación, a fines de los 70— para emprender en noviembre pasado un silencioso y reposado rodaje en los alrededores de San Antonio, Texas. Dar cuenta del lugar es necesario, porque en 2018 Eastwood y su equipo recorrieron estos mismos caminos durante la filmación de “The Mule”, otra película acerca de un anciano que a falta de caballo, se pone tras el volante de una camioneta y devora kilómetros por la carretera; otra película donde lo que importa es menos el viaje de ida que las formas que adopta el regreso de este personaje rebelde, de mirada insondable y perenne sombrero sobre los ojos, llámese El rubio (“El bueno, el malo y el feo”), El extraño (“La venganza del muerto”) o El predicador (“Jinete Pálido”). Por lo pronto, la frágil y grácil versión de Eastwood que vemos en “Cry Macho” está convenientemente lejos de esos agentes de furia, lo suficiente como para que Rafo —el niño al que está “rescatando” de una madre irresponsable, para llevarlo donde un padre que, oh, sorpresa, no es mucho mejor— se burle continuamente del anciano hasta que poco a poco comienza a advertir que Mike es su doble opuesto: uno, asomándose a todo un mundo de aventuras; el otro, harto de una vida de peripecias. Uno, fascinado con la idea de cruzar la frontera, mientras que el otro, ya harto de atravesarlas, aún no se resigna a lidiar con la última, la estación terminal.
Resulta interesante que, pese a invertir buena parte de la década pasada en explorar las dimensiones y avatares del heroísmo en la vida real, desde “American Sniper” a “El tren de las 15:17”, desde Sully a Richard Jewell, esa idea de frontera, de límite y exclusión, regrese a su cine para recuperar una posición central. El cineasta la había introducido en clave trágica a través de su díptico sobre la batalla de Iwo Jima, en 2006; pero en “Gran Torino” (2009) y “La mula” (filmes que “Cry Macho” expande y complementa, como buen cierre de trilogía) lo amargo fue dando paso a lo dulce, el tono se alivianó en forma progresiva desterrando todo arrebato de complejidad, con diálogos frontales, actuaciones tal vez discutibles y una historia reducida a lo básico, unos cuantos bosquejos melodramáticos al servicio de un filme sereno, consciente de su pequeña escala y que saca el mejor partido posible de un Eastwood cuya movilidad reducida ha hecho de su rostro y sobre todo de sus ojos, llenos aún de fuego interior, su principal herramienta.
Situada literalmente en terreno virgen —el del arte realizado pasados los 90 años, un mundo explorado por poquísimos artistas—, la película quizás despliegue una inusitada y manifiesta confianza en torno al futuro del fenómeno migratorio (el de México y, en el fondo, el del cualquier país). De acuerdo a su lógica, no habría forma de parar estos intercambios entre vigor y experiencia una vez que se inician. No hay muro que valga: así como los forajidos de “La pandilla salvaje” (1969), el clásico wéstern anárquico de Sam Peckinpah, hacían un alto en su camino de destrucción para arribar a un Edén mexicano, del que se sabían expulsados antes incluso de ser recibidos y acunados con alegría, también Mike y Rafo salen de la carretera en su camino rumbo al norte para llegar a un olvidado pueblo, justo en el borde de la frontera. Son más afortunados que la pandilla, eso sí: aunque claramente es un lugar idílico, una suerte de punto medio, un espacio tan mental como emocional, donde aún divisas las barreras que separan y las confianzas rotas, al menos ofrece la posibilidad de encontrar otra casa fuera de casa, a la luz de un mismo sol.
Cry Macho
Dirigida y protagonizada por Clint Eastwood.
Estados Unidos, 2021, 104 minutos.
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