Por casi cincuenta años antes de la Primera Guerra Mundial, Argentina creció a tasas promedio de 6% anual, de las más rápidas registradas en la historia del mundo. El famoso Teatro Colón, entre muchas otras obras que aún permanecen, fue construido en 1908, dando testimonio de la época dorada del país. Millones de europeos abandonaban sus lugares de origen para llegar a la tierra prometida de Argentina, a tal punto que en 1914 la mitad de los habitantes de Buenos Aires era nacida en el extranjero. En esa época, Argentina se encontraba entre los diez países más ricos del mundo superando a Francia, Alemania e Italia con un ingreso per cápita que era de un 92% del promedio de las 16 potencias más ricas. Brasil, por hacer una comparación, tenía una población con un ingreso per cápita de menos de un cuarto del argentino. Y este éxito no era solo basado en exportaciones de bienes primarios. Entre 1900 y 1914 la producción industrial de Argentina se triplicó, alcanzando un nivel de crecimiento similar al de Alemania y Japón. En el período 1895-1914, en tanto, se duplicó el número de empresas industriales, se triplicó el trabajo en ese sector y se quintuplicó la inversión en el mismo. Todo esto fue acompañado de un progreso social sin precedentes en el país: si en 1869 entre un 12% y 15% de la población económicamente activa pertenecía a los sectores medios, en 1914 esa proporción alcanzaba el 40%. En el mismo período, el nivel de analfabetismo se redujo a menos de la mitad. Una figura decisiva en este fenomenal progreso fue Juan Bautista Alberdi, un admirador de los padres fundadores de Estados Unidos, quien, siguiendo la filosofía jeffersoniana, creó una Constitución que le dio un orden institucional liberal al país. Alberdi pensaba que el problema de América Latina era sobre todo de índole intelectual y cultural, y consistía en esperar que el Estado elevara nuestra calidad de vida sin esforzarnos. Mientras los anglosajones, cuando necesitan de alguna obra o mejoramiento de público interés, “se buscan, se reúnen, discuten, ponen de acuerdo sus voluntades y obran por sí mismos”, en los pueblos latinos, afirmó Alberdi, las personas “alzan los ojos al gobierno, suplican, lo esperan todo de su intervención, y se quedan sin agua, sin luz, sin comercio, sin puentes, sin muelles, si el gobierno no se los da todo hecho”. Lo anterior ocurría, según Alberdi, porque “la omnipotencia del gobierno es no solamente la negación de la libertad, sino también la negación del progreso social, porque ella suprime la iniciativa privada en la obra de ese progreso”. Esta filosofía llevó a la Constitución alberdiana de 1853 a garantizar la libertad económica como elemento central, lo cual fue determinante para el “milagro” argentino. El resto de la historia es conocida. Un regresión intelectual hacia el proteccionismo y las ideas socialistas que culminó con Perón y su sistema corporativista filofascista en el poder hundirían al país para siempre en la decadencia y mediocridad. Hoy Argentina tiene un 50% de pobres, una inflación de alrededor de 50% al año, un Estado quebrado, un ingreso per cápita promedio de menos de la mitad de las 16 economías más ricas del mundo y una de las clases políticas más corruptas del planeta. En el ranking de libertad económica de Fraser Institute –ese en el que Chile acaba de perder 15 puestos– el país vecino ocupa el lugar 153 entre 163, el último reservado, por supuesto, para Venezuela. A pesar de que su economía se encuentra pulverizada por el estatismo y el populismo, la izquierda y el peronismo de ese país insisten en culpar al “neoliberalismo” de todos los problemas que ellos con su corrupción y estatismo han creado. No es menor que en ese contexto haya emergido un fenómeno que muchos creían imposible. Se trata de un auge explosivo del liberalismo basado esencialmente en ideas de la escuela austríaca de economía y liderado por los economistas Javier Milei y José Luis Espert. El primero es un verdadero revolucionario en la tradición jeffersoniana –que en ocasiones raya en la insolencia– y el segundo, un líder con aires de profesor universitario, pero sin ningún complejo a la hora de defender sus ideas y denunciar la putrefacción de la política liberticida argentina. Hay muchos otros promotores de esta visión libertaria en Argentina, pero sin duda es Milei quien ha encarnado el ascenso más espectacular de estas ideas que se haya visto en generaciones. Milei no solo predijo con exactitud el desastre económico ocurrido en ese país durante la última década, sino que, citando en sus intervenciones públicas a Hayek, Mises y Friedman, ha logrado galvanizar un movimiento cultural y político que se ha convertido en la tercera fuerza en Buenos Aires de acuerdo a los resultados de las últimas primarias. Como Espert y Ricardo López Murphy, Milei trabaja por restaurar el legado libertario de Alberdi con una convicción, claridad de ideas y carácter de los que, sin duda, carecen por completo las figuras principales de la centroderecha chilena. Aún es muy pronto, por cierto, como para esperar un cambio de trayectoria en un país tan corrompido mental y moralmente por el estatismo como Argentina. Pero al menos es una señal formidable el que el liberalismo crezca tan espectacularmente en las nuevas generaciones en ese país y es, además, potencialmente, una lección para Chile el que un liberalismo sin complejos pueda convertirse en una fuerza política determinante gracias a unos pocos que no están dispuestos a jugar la fracasada carta de la moderación y del gradualismo en un país arruinado por el estatismo.