Vivo en un lugar del campo chileno cercano a una ciudad capital de la región. Vivo a 8 kilómetros de su borde físico y a 12 de su Plaza de Armas. Las ciudades se pusieron en marcha, dice Arnold Toynbee, con la revolución industrial. Se pusieron en marcha aceleradamente desde fines del XIX. Esta observación es muy válida para el Chile actual, aunque no estoy seguro de que ese desparrame inorgánico de lo urbano sea por las mismas razones que propone el historiador inglés. No quiero entrar a parlotear sobre este punto porque esta columna intenta ir para otro lado. Se trata de que, por vivir al margen de los suburbios, en su frontera, me resulta más familiar el teniente Giovanni Drogo, protagonista de la gran novela de Dino Buzzati y del precioso film de Valerio Zurlini. Uno de los signos más tristes —para mí— de este acercamiento amenazante es que los habitantes de ciudad creen bárbaramente que aquí pueden venir a botar “cosas” que molestan o ensucian sus casas, desde camas y refrigeradores hasta animales, muchos gatos y perros de todo tipo; escombros de la construcción, y un largo etcétera. Hace tiempo que se da este fenómeno concomitante a una suburbanización descontrolada, pero es bueno, pensé, subrayar su impacto ambiental.
El campo agrario actual, a su turno, ocupa masivamente el plástico, el cual se retira y recicla en una proporción mínima o insuficiente como para evitar que una importante parte suya se mantenga en la tierra y sea dividida en fragmentos cada vez más pequeños que no se integrarán a la tierra sino en milenios. Para qué mencionar pesticidas y herbicidas. El estero —es decir, un curso natural, no un canal de riego— es permanentemente emporcado por botellas de plástico y otros desperdicios hechos de un material que durará quizás siglos o más en reducirse a componentes que puedan entrar en contacto fértil con su entorno. No necesito, además, precisar la creciente toxicidad de sus aguas (comprobada). Grupos de pájaros que no toleran el hábitat urbano han venido a refugiarse por acá, aunque ellos también parecen estar huyendo hacia no sé cuál lugar.
Toynbee, Ruskin (una figura notable de la segunda mitad del siglo XIX inglés, de gran estilo literario) y otros hombres de letras de esa gran nación sentían un rechazo por las consecuencias estéticas y morales del capitalismo liberal inglés, la revolución industrial: “El modelo” de la época. Tiendo a sentirme, en algunos aspectos, muy próximo a estos autores por la importancia que le conceden a la belleza como bien público que proteger. Sin embargo, el punto al cual esta columna quería alcanzar —y ya no alcanzó— es meditar acerca de si acaso no entramos en una fase en que ya no es solo cuestión de belleza.