La experiencia nos enseñó que no nos sentiremos fuera del próximo Mundial hasta que las matemáticas lo certifiquen. Que haremos el ejercicio mental de sumar de a nueve o de a siete en la fecha triple de octubre, y nos sentaremos frente al calendario para realizar el improbable tránsito al final con Uruguay en Santiago, asumiendo que el repechaje será la tabla de salvación. Así lo hemos hecho siempre y así lo seguiremos haciendo ahora, aunque la cuesta parezca mucho más empinada.
El problema es complejo, porque siempre nos dio la impresión de que este equipo, este plantel, estos técnicos pudieron hacer más de lo que terminaron haciendo. En la primera derrota en el Centenario, contra Bolivia en San Carlos, contra Brasil en el Monumental o, ahora, contra Colombia en Barranquilla. No nos hemos sentido inferiores, sino que atrapados en los errores propios o referiles que nos condujeron siempre a la pérdida irremediable de puntos.
Nos faltó audacia contra Argentina en Santiago del Estero y también en Quito, cuando quedamos con uno más en la cancha. Nos faltó picardía para traer a Brereton, sobre todo si Cagigao conocía tan bien el medio inglés. Nos faltó decisión para negarnos a las fechas triples sabiendo la veteranía de nuestro plantel, y para un calendario que —como se quejó Lasarte— nos impuso tres partidos al hilo de visitantes. Somos, como lo dice la historia, una hoja que cae empujada por los vientos que soplan otros.
Y eso, para quienes estuvimos en la cresta de la ola, en los podios dorados del continente, es difícil de asumir. No hay liderazgos que sean capaces de encender la llama del entusiasmo, simplemente porque no hay voluntad de hacerlo. Martín Lasarte ha trabajado sin el discurso lastimero de su antecesor, pero tampoco ha sido capaz de sorprendernos con un golpe de audacia, con la fe del que sabe que aún hay fuego bajo las cenizas en que lloramos. El afán de salir a contener, de aguantar lo que se pueda para ver si algo o alguien nos ilumina es propia de un jefe sin fe, sin ambición, sin la épica de intentar darles una vuelta a los pronósticos. Jugamos a no perder para terminar, irremediablemente, perdiendo.
Ni hablar de los dirigentes o del gerente técnico, resignados mansamente a los designios de Luque. Sin rebelión, sin espíritu, sin oponerse —aunque sea una vez— al papel de mansos borregos de una dirigencia pequeña, que solo luchó cuando se trató de imponer la ganancia monetaria de la Copa América. Los clubes ingleses y la FIFA desvirtuaron esta competencia porque fue desigual en la convocatoria y luego en la cancha, donde Brasil y Argentina gozaron de un descanso que los demás envidiaron.
Estamos convencidos de que podemos estirar las matemáticas, torturar las posibilidades. Pero lo que se necesita en medio del naufragio, de la tragedia inminente, son liderazgos, voces fuertes, convicciones profundas. Y hasta ahora solo escuchamos excusas, lamentos, resignación y la promesa vana de una reacción épica que, honestamente, no se ve venir.