La figura del director como protagonista e instigador de sus propias ficciones es algo que le debemos a Fellini. Fue él a quien se le ocurrió convertirse en maestro de ceremonias de “Block-notes di un regista” (1969), documental de una hora que funcionaba como making off del “Satiricón” y como breve paseo por el desbordado parque de diversiones en que, a esas alturas de su carrera, se había convertido su imaginario. Emitido originalmente por el canal estadounidense NBC, desapareció por décadas hasta ser rescatado como programación extra en la era del DVD y bluray (de hecho, figura en la caja conmemorativa editada recientemente por la Criterion Collection), pero la idea de usar la pantalla como autorreflejo ya no abandonaría la cabeza del realizador. ¿Para qué seguir usando a Mastroianni y a otros alter ego, si en adelante él mismo podía convertirse en centro de mesa? Federico utilizaría el recurso a la perfección en “Los payasos” (1970) y “Roma” (1972), antes de volver a usar fugazmente a Marcello en “La ciudad de las mujeres” (1980), para luego arrepentirse de su propia imagen en “Intervista” (1987), como si de pronto admitiera la condición de esclavo de su propio rostro.
Porque ese es el problema. Puesto tras la cámara, el director controla y manipula. Puesto en frente de esta, queda expuesto a convertirse en una caricatura. Cineastas como Chaplin, Keaton, Stan Laurel y más tarde Jacques Tati y Jerry Lewis lo entendieron muy bien: todos ellos cumplieron ese doble rol en sus películas, pero quien salía en pantalla nunca era el artista, sino el personaje. Una versión ficcionada, un aspecto de sí mismos. El disfraz que te calzas al salir a escena y que luego te sacas tras decir “corte”.
Colocado en similar predicamento, la solución que el comediante palestino Elia Suleiman adopta en “De repente, el paraíso” (2019) —y que es aplicable a sus tres largometrajes anteriores— se sitúa a mitad de camino entre la cárcel de Federico y las máscaras de Jerry: una misma persona, pero con dos caras; una pública, la otra imaginaria. Por un lado, Elia Suleiman, ciudadano de Nazareth y director de cine que desde principios de los años 90 (cuando regresó a su tierra tras vivir una década en Nueva York) se ha convertido en uno de los cronistas y referentes esenciales de la convivencia árabe-israelí; por el otro, E.S., un sujeto condenado a convertirse en mudo testigo de su particulares circunstancias. No es que la historia pasada y presente le pase por encima y lo aplaste como una hormiga; más bien lo aparta hacia un lado, como si no existiese. Como si no estuviera allí. Y, en vez de dar la pelea o amagar un grito mientras escribe el guion de su nueva película (probablemente la misma que está observando el espectador), este hombre invisible —esta sigla— atraviesa situaciones, parajes diversos, visiones de asombro; transita incluso de un país a otro y de un absurdo a otro, sin pronunciar palabra alguna, sin siquiera cambiar su ecuánime expresión. ¿Es la suya una postura política? ¿Una protesta contra el frenesí contemporáneo y nuestra incapacidad de mirar? ¿Su callada forma de expresar el duelo? Pueden ser todas las anteriores, y unas cuantas más, dependiendo de la perspectiva y la agenda de quien vea la película y se deje atrapar por su hipnótico ritmo y sentido del humor.
Es verdad, hay mucho en “De repente, el paraíso” que recuerda a los incontables disparates orquestados por Jacques Tati en “Playtime” (1967) —acaso el filme definitivo acerca del hombre moderno y su relación con la ciudad—, pero allí donde Tati y su Monsieur Hulot desplegaban una energía que la voraz metrópoli era incapaz de domesticar, el E.S. de Suleiman no tiene más remedio que circular por los incendios y avatares de este mundo, nuestro mundo, asumiendo una actitud de callada resignación. Ya no hay espacio aquí para bravatas fellinianas ni alardes de autoexpresión: el silencio de Elia es más elocuente.
IT MUST BE HEAVEN
Dirigida y protagonizada por Elia Suleiman.
Francia/Palestina, 2019, 97 min.
Se exhibe presencialmente en Cine UC hasta el 30 de septiembre.