Jesús quiere que el enfermo sienta su contacto curador y se sane. Sin embargo, la sordera se resiste. Entonces el Señor acude al Padre: mirando al cielo, suspira y grita al enfermo una sola palabra: “Effetá, que quiere decir Ábrete” (Mc 7, 34). Esta, que es la única palabra que pronuncia Jesús en todo el relato, pareciera que no está dirigida solo a los oídos del sordo, sino que también a su corazón. Así, el relato nos introduce en un mundo más amplio que la sordera física, abriéndonos a un ‘defecto de oído' con respecto a Dios, el que sufrimos con inusitada intensidad en nuestro tiempo.
Los síntomas de este “defecto” son que ya no logramos escuchar a Dios, que son demasiadas las frecuencias que ocupan nuestros oídos y los ruidos que nos distraen de Dios. Con el “defecto de oído” aludido, progresiva e imperceptiblemente, perdemos nuestra capacidad de hablar con Dios, la oración se nos hace autorreferente o extraña y la vida en contacto con el Señor es considerada como una pérdida de tiempo o, al menos, resulta innecesaria. Esta sordera ocasiona que nos falte una percepción decisiva, corriendo el riesgo de que nuestros sentidos interiores se atrofien y que seamos incapaces de mirar “más lejos”. Y no solo eso, al faltar esa percepción, queda limitado, de un modo drástico y peligroso, nuestra relación con la realidad en general porque nos distanciamos de Dios, quien es la realidad fundante.
Por ello, por medio de esta curación al sordomudo, somos provocados a caer en la cuenta de este defecto de oído que afecta nuestra capacidad de percibir la realidad. Esta carencia es difícil de reconocer porque lo demás se nos impone con su inmediatez y porque aparentemente todo se desarrolla de un modo normal. Cuántas personas, sin darse cuenta, se vuelven insensibles a Dios porque perdieron la capacidad para escucharlo, porque aparentemente les dejó de servir o porque ya no son capaces de ver qué es lo distinto que hace el Señor en sus vidas. ¡Cuántos son los que hoy afirman que pueden ser felices sin Dios y que no lo necesitan!
Pero, ¿es verdad que todo se desarrolla de un modo normal cuando Dios falta en nuestra vida y en nuestro mundo? Claramente que no, aunque la apariencia nos tiente a pensar lo contrario. En efecto, con este “defecto de oído”, aunque la vida transcurra con apariencia de normalidad, progresivamente y de modo preocupante, se reduce a una experiencia crecientemente superficial, marcada por el “pasarlo bien”, por lo instantáneo, por la búsqueda de autosatisfacción y realización individual, pero sin la necesaria apertura a Dios y a comprender su paso significante por nuestra existencia. La vida diaria, sutil pero progresivamente, se ve cercenada porque sus fundamentos desaparecen de nuestro horizonte.
El derrotero de esta sordera conduce a la mundanidad, expresada en una cultura de lo efímero, de la apariencia, del maquillaje, una cultura del relativismo. Esta vida sin Dios tiene valores superficiales, no conoce la fidelidad, porque cambia según las circunstancias y lo negocia todo. Es una cultura de lo descartable, según la conveniencia, porque ha perdido la referencia a Dios y su justicia. Así, en medio de los éxitos y el desarrollo humano innegable, paradojalmente se normaliza algo tan contradictorio con el hombre como es la cultura de la muerte.
De ahí la urgencia de volver a Cristo para encontrarlo y ser sanados, para que los oídos de la mente y del corazón se nos vuelvan a abrir para Dios. Solo en el contacto con Cristo, quien es el verdadero fundamento de lo existente, lograremos entender la realidad en su correcta relación con el ser humano. Este Evangelio es una verdadera provocación a todos para que, conscientes de este “defecto de oído”, busquemos ser sanados por Dios y pongamos los medios para ello.
En este mes de la patria, pidamos al Señor que abra los oídos de todos nosotros para que tengamos una auténtica apertura al hermano, pero, sobre todo, a la voz de Dios que quiere orientar el camino de la patria llenándolo de sentido.
“Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: Effetá, esto es: Ábrete. Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad”.
(Mc 7, 33-35)