En los últimos días una serie de hechos han vuelto a poner en el tapete la legitimidad de los caminos posibles para influir en la toma de decisiones de la autoridad. La regulación de la actividad del lobby mediante la ley Nº 20.730 significó un paso fundamental, pero por la propia esencia de la actividad siempre quedarán brechas regulatorias por superar.
Desde su definición más fundamental, la actividad de gestión de intereses o de lobby se ejerce a partir de acciones de particulares que buscan influir en aquella autoridad o funcionario o funcionaria que debe tomar decisiones con efectos generales o particulares. Es por esto que, básicamente, lo que se regula es el derecho de petición de las personas para exponer su parecer a la autoridad en términos respetuosos y convenientes, sin discriminación de ninguna clase.
Es claro que quienes ejercen la actividad de lobby o de gestión de intereses en representación propia o de terceros pueden responder a un amplio abanico de temas e intereses. No solo hablamos de lobistas contratados, también de miembros de una agrupación que busca incidir en un proceso de toma de decisión. Así como ocurre en el caso de sindicatos, asociaciones gremiales, entidades de la sociedad civil, juntas de vecinos o cualquier otra organización que se agrupa en defensa de intereses comunes.
Ahora bien, esta estrecha definición siempre dejará interrogantes. Entre otras, cómo avanzar hacia una regulación complementaria que pueda transparentar los encuentros entre autoridades o postulantes a cargos que requieren de aprobación legislativa. Podemos avanzar en parte de la respuesta mirando la experiencia, que se ha encargado de mostrar que los intereses anidados en los círculos de poder público pueden llegar a ser tan dañinos para la confianza pública como los intereses particulares que buscan incidir en una decisión.
Por ello, el desafío es avanzar hacia una regulación que abandone los prejuicios hacia las autoridades y reconozca que entre estas también se ejercen actividades de influencia recíproca, que si bien no están sujetas a la ley, debieran incorporarse en una agenda pública. Allí por ejemplo debieran estar las reuniones de los senadores para conocer los argumentos de los postulantes al Ministerio Público o al Banco Central. Consideramos que la prohibición de todo contacto también es ingenuo y muchas veces implica negar la naturaleza de la actividad política.
En la práctica, esto ya ocurre en órganos autónomos como la Contraloría General de la República o el propio Consejo para la Transparencia, los que ya mantienen una sección de agenda pública donde se destacan las actividades diarias y aquellas audiencias que no están reguladas por la ley.
Desde la jurisprudencia del Consejo, hemos hecho presente que no existe ninguna razón para dejar a ciertas autoridades fuera de este marco regulatorio que permite acceder a información relevante para el control social y el escrutinio público. Lo mismo respecto de la ausencia de obligaciones de registro respecto de las audiencias que estas sostengan. En lo particular, a raíz de diversos amparos al derecho de acceso a la información planteados al Consejo para la Transparencia, se ha dictaminado la publicidad de la agenda de reuniones del Presidente de la República.
Las situaciones antes descritas son claras señales de agotamiento de la regulación de la actividad de lobby y gestión de intereses. Estamos ante una normativa insuficiente y que con el paso del tiempo ha ido acumulando evidencia de sus déficits, por lo que urge trabajar en su modernización, en la línea de fortalecer el ecosistema de transparencia e integridad pública, conformada por normativas e instituciones que requieren ser reforzadas en favor de la confianza ciudadana.
Gloria de la Fuente
Presidenta del Consejo para la Transparencia