Tengo, alguien dijo, una “objeción temperamental a la autoridad”. Siempre he sido suspicaz de todo ejercicio de poder, rebelde frente al autoritarismo y profundamente insumisa frente al abuso de los más fuertes sobre los más débiles. Por eso, aprecio la evolución cultural de los últimos 200 años, cuando se establecieron ciertos ámbitos de autonomía personal sobre los cuales nadie, ninguna autoridad, ningún gobierno, por democráticamente que haya sido elegido, puede imponerse. Entre estas libertades, tal vez la más importante es aquella que nos permite pensar, creer y expresar todo lo que, de acuerdo a nuestro propio juicio, consideramos correcto. No logro imaginar una amenaza mayor que el ser obligada a profesar convicciones religiosas, políticas, históricas o de cualquier índole, que contrarían mis pensamientos, incluidos aquellos que puedan resultar erróneos o molestos para otros.
Eso es lo que cualquier miembro pensante de la Convención Constitucional debería sentir frente a la decisión del comité de Ética de establecer el delito de “negacionismo” para sus integrantes. Esta instancia busca sancionar “toda acción que justifique, niegue o minimice, haga apología o glorifique los delitos de lesa humanidad ocurridos en Chile entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1990”; “las violaciones a los derechos humanos ocurridas en el contexto del estallido social de octubre de 2019 y con posterioridad a este” o las acciones u “omisiones” que justifiquen, nieguen o minimicen “las atrocidades y el genocidio cultural” de los que fueron víctimas “los pueblos originarios y el pueblo tribal afrodescendiente a través de la historia, durante la colonización europea y a partir del Estado de Chile”.
¿A alguien se le puede escapar la similitud entre estas disposiciones y las prácticas de la Inquisición para suprimir las herejías o creencias que se desviaban de la ortodoxia impuesta? ¿Los autos de fe en que los acusados debían inculparse públicamente de los pecados cometidos por “actos u omisiones”? ¿Las “conversiones” forzosas de los hugonotes en Francia a punta de bayoneta? ¿La persecución de los católicos en regímenes totalitarios? ¿Los talibanes en Afganistán? Uno de los avances mayores de la civilización, garantizado por declaraciones de derechos universales, ha sido la eliminación de sanciones por lo que las personas piensan o expresan, entendiendo que incluso las opiniones erróneas o las interpretaciones incorrectas deben ser sometidas al análisis crítico y a la argumentación, pero jamás castigadas, salvo si incitan a la violencia.
El problema mayor es que estas disposiciones son además anticientíficas y, por cierto, afectan la historiografía. Cualquier teoría del conocimiento presupone aceptar que el conocimiento es conjetural, basado en propuestas que pueden ser sometidas a falsificación. La historia no es la crónica de los hechos del pasado; es un ejercicio intelectual interpretativo en que las causas, los contextos y las consecuencias de los eventos están sometidos a permanente revisión, en la medida en que surgen nuevas preguntas, nueva información, nuevas metodologías o nuevas inquietudes. Por eso, no existe “la verdad histórica” y siempre hay una multitud de interpretaciones: conservadoras, liberales, marxistas, revisionistas. Cada una de ellas ha contribuido a crear un cuerpo de conocimientos e interpretaciones que clarifican los acontecimientos del pasado. La investigación histórica siempre será, por definición, controvertible y discutible y no es posible llegar a una visión única y monolítica con certidumbre. La duda es un elemento consustancial al debate histórico y merece protección. Solo así puede existir una conciencia histórica compatible con la dignidad de una sociedad libre y democrática.