Era inevitable el retiro de Estados Unidos de Afganistán. Una guerra de 20 años no terminará nunca. Biden llevó a cabo lo que había anunciado, pero algo salió redondamente mal en la forma como se hizo y pagará los platos rotos. Cargará con el muerto, amén que confirma por enésima vez a EE.UU. como aliado poco confiable, más por estructura política y mentalidad que por una acción mendaz. Las intervenciones directas norteamericanas en ese país y en Irak han terminado de manera lamentable.
No solo los afganos que confiaron en Washington han sido dejados en la estacada, sino que los aliados de la OTAN. Todos sabían que debía haber una retirada; la forma como se hizo fue un descalabro. Es importante, porque Afganistán junto a la Crisis de los Misiles en 1962 fue el único caso de apoyo decidido y unánime de la OTAN a una acción de Washington; en el caso afgano, con asistencia militar. Es un incentivo más para agujerear la bien zamarreada concertación de las democracias desarrolladas, sin la cual el futuro de la civilización política se ve más cuestionado, es decir, advendrían negros nubarrones para la democracia. Tengámoslo en cuenta.
Tras el atentado a las torres gemelas era inevitable algún grado de acción de Washington en Afganistán, desde donde partió toda la operación, protegida por el gobierno talibán, que quizás no conocía ni le interesaban los detalles. Le siguió una de las iniciativas más negras de la política exterior norteamericana, la invasión de Irak, no relacionada con el 11 de septiembre. Por decirlo de una manera, rompió un principio del tiranicidio, que es provocar menor daño que el que se presume combatir. Todavía no hay allí ni orden ni democracia. EE.UU. se retiró, pero hubo de regresar con otros aliados y algunos no tanto, cuando la mitad de ese país, y la mitad de Siria, cayeron por más de dos años en manos de una banda armada, un partido religioso, el Estado Islámico. Un hecho notable, como retorno de estas partidas de montoneros que destruyen países.
¿Qué subyace a todo esto? Hasta el ejército de Vietnam del Sur, en la malhadada guerra que finalizó en 1975, luchó bastante mejor que las, en el papel, formidables fuerzas armadas de Afganistán, abastecidas y entrenadas por los norteamericanos. No es que falte ardor bélico en la región. Lo prueban los mismos talibanes y el Estado Islámico, o, en otra vena, un pueblo como los kurdos. Bandas armadas existen por doquier. Lo que es difícil de fomentar es el antiguo arte político de construir instituciones lo más civilizadas posibles. Además, un ejército regular únicamente funciona no solo si es una institución, sino que si además se articula con el Estado y una tradición y doctrina, por gastadas que suenen estas palabras. También, no existe democracia si no hay previamente instituciones públicas con arraigo. Ni en Irak ni en Afganistán lo hubo, pero no tenía por qué haber salido tan mal la cosa. El golpe sanguinario que derrocó y liquidó físicamente a la familia real en Bagdad, en 1958, inició un ciclo trágico. Algo similar comenzó a suceder en Afganistán desde 1973.
Todavía en Chile estamos lejos de ese tipo de paisaje apocalíptico, pero parece que a veces diéramos pasos atolondrados para aproximarnos, como que nos complacieran los gustitos de circo pobre de no pocos convencionales. Hemos sabido recuperarnos de las sucesivas crisis de la historia republicana —¿lo seguirá siendo?—, sin arribar a esa dinámica etérea y frágil, a la vez gran construcción de la modernidad, a ser una democracia desarrollada. En todo caso, no necesitamos hundirnos en el fango por un capricho, algo más común en la historia universal de lo que muchos imaginan.