Cuando estudié (y después enseñé) derecho me admiraba la extravagancia de ciertos autores —“el realismo sociológico”— que, sin pudor ni remilgos, manifestaban un gran escepticismo respecto a la relevancia de la ley en el cambio social. Me recuerdo ahora que escribo estas líneas que uno de ellos osadamente declaraba más o menos así: la Constitución dice lo que los jueces dicen que dice. De ese modo, para definir la dirección del cambio social, para este teórico, más significativo era estudiar las convicciones, temperamento, condicionamientos sociales y culturales de los llamados a interpretar y declarar el derecho que confiarnos en la letra de las leyes, porque lo que importa no es el derecho de los libros, que contiene solo el momento abstracto del engendramiento de la regla jurídica, sino el derecho en su concreción, el momento en que las reglas son aplicadas y se plasman en conductas más o menos estables. Educado por los artículos iniciales del Código Civil —un catecismo que después de 40 años todavía puedo recitar en sueños—, los cuales establecen la apoteosis y victoria absoluta de la ley sobre cualquier otra forma de configurar jurídicamente la realidad social, esas “ideas” parecían locura de paganos. La beatería ante la ley es uno de los componentes culturales chilenos más fuertes, extendidos y de larga duración.
En efecto, he estado leyendo un libro de Armando de Ramón y José Manuel Larraín acerca de los “Orígenes de la vida económica chilena”, que cubre el período que va desde 1659 a 1808. Es una investigación notable que supuso un trabajo de escrutinio de una gran diversidad y cantidad de fuentes difíciles de interpretar. Entonces el órgano que definía la política económica local era el Cabildo, que mediante “acuerdos” (la regla jurídica) fijaba precios, establecía cuotas de producción, asignaba monopolios de todo tipo de productos y servicios, y aprobaba innumerables regulaciones económicas. Esos “acuerdos” son fuentes importantes para reconstruir la vida de la época, pero nunca se cumplían plenamente y cada cierto tiempo volvían a repetirse, como si la realidad estuviera permanentemente conspirando en seguir un camino distinto al que la autoridad procuraba establecer. Sus afanes intervencionistas, vistos retrospectivamente, resultan casi cómicos, por la seriedad del empeño confrontada con la miseria y veleidad de los resultados. La regulación jurídica semeja a un bailarín que nunca logra acompasarse con la música porque simplemente cree ilusamente que la música la pone él y, al contrario, la orquesta está en otra parte.
Me inquieta, verdaderamente, esta mentalidad antigua que ve en la ley un instrumento de capacidad ilimitada y autónoma que obra mágicamente sobre la sociedad desatendiendo los factores estructurales no jurídicos que mueven el cambio social.