En la práctica no es más que la activación de un robot: la aplicación de un perfil personalizado que te vincula a la máquina vía un puñado de palabras —Cirrus. Sócrates. Partícula. Decibel. Huracán. Delfín. Tulipán. Mónica. David. Mónica—. La mujer las recita haciendo una pausa después de cada una. “¿Las habré pronunciado bien?”, se pregunta sin notar un levísimo cambio en la mirada del androide que hasta hace apenas unos segundos la contemplaba como viendo hacia el vacío. “¿Para qué sirven esas palabras, mami?”, le contesta, sellando un pacto entre madre e hijo que “Inteligencia artificial” (2001) llevará hasta sus últimas consecuencias. Una acción minúscula que parece contener el mundo…
Quizás por qué, pero ciertos críticos desprecian eso que podríamos llamar “el cine de los grandes gestos”. Lo miran con cierta distancia, como si les avergonzara, como si los sobrepasara ese manifiesto despliegue de ambición, propósito y recursos al servicio de un relato cuya existencia se justifica en términos de impacto tanto personal como masivo. A lo mejor tienen razón. Las películas suelen marearse cuando intentan predicar en mayúsculas o con el megáfono a todo volumen. Basta mirar la forma como las recientes candidatas al Oscar se autoflagelaron en público, ventilando viejas culpas por aquí, jugando a sentirse paladines sociales por allá. O las películas de superhéroes que creen “hacer el bien” sacándole brillo a su presunta diversidad, a su agenda social, a su huella de carbono… Así las cosas, es tentador darle la razón a Manny Farber —uno de los grandes críticos de la vieja guardia— en su preferencia por el arte termita versus el arte elefantiásico. La idea es atractiva: la verdadera historia del cine no se escribiría bajo el haz de los grandes focos sino que a través de cientos de películas menores que van configurando una suerte de narrativa secreta, que se susurra a media voz y se traspasa de boca en boca. Una experiencia a escala humana.
Entiendo el sentimiento. Doy fe de que es real. Pero sinceramente no alcanza a explicar la fascinación que sentimos al mirar ese muro de imágenes que en ocasiones nos supera y nos sacude de un lado a otro, como atrapados por una enorme ola. Lo siento, pero el cine también es espectáculo, es show, es carnaval. Esa es de las pocas cosas que ya estaban claras para las audiencias de los filmes de Edison y los Lumière, esa gente que pagaba para entrar a una carpa y ver proyectadas en sábanas imágenes que tenían más en común con sus sueños que con su vida en vigilia.
Tal vez por eso el fervor con que por años solía esperar los filmes de Steven Spielberg, a sabiendas de que el tipo se exigiría al máximo e intentaría embotellar el rayo, una vez más, a la vista de todos. Tal como ocurrió con Hitchcock, el suyo era un delicado acto de equilibrismo: transformar las propias obsesiones en arte popular, conectar su evolución como artista al pulso de una audiencia que devuelve ese abrazo. Entiendo que se le tilde de calculador y manipulador, incluso ahora, cuando parece estar operando con freno de mano, un tanto inseguro por cuál dirección transitar, si la del sobrio y algo revenido cronista del pasado (“Lincoln”, “Puente de espías”, “The Post”) o la del veterano fantasista, próximo a entrar a sus cuarteles de invierno, pero que aún aspira a recrear el gran gesto. Dudo que llegue tan fácil. No es cosa de invocar y recuperar la destreza que solía desplegar de forma casi inconsciente en pantalla; esa temeraria desenvoltura que allá por 1980 —en plena filmación londinense de “Cazadores del arca perdida”— motivó a Stanley Kubrick a buscar su amistad, luego a llamarlo por larga distancia, consultar su opinión en toda clase de proyectos y finalmente convertirle en depositario de uno al cual no quería (pero debía) renunciar: su propia versión de Pinocho, el cuento del autómata que aspira a convertirse en humano. Kubrick sabía que sus gigantescos designios para “Inteligencia artificial” suscitarían comparaciones con su legendaria “2001”, pero la decisión era firme: no iba a pensar en pequeño. Spielberg, por su lado, intuía que la fábula de este androide errante, en perenne búsqueda de familia y hogar perdidos, lo llevaría de vuelta al íntimo terreno de “E.T.”. ¿Quería volver ahí? La muerte acabó sacando de escena a Stanley, cual Geppeto encerrado para siempre en las entrañas de Monstruo, la ballena, mientras Steven se dedicaba a realizar el sueño del maestro: animar la criatura, conducirla hacia el confín y evocar el final de los tiempos. El anochecer del hombre.
Tamaña ambición. Lo acusaron de edulcorar la mirada del genio, de ridiculizar la ciencia ficción dura, de ahogarse en alegorías. Qué va. A veinte años de distancia “I.A.” semeja menos una película tributo o un “réquiem a la memoria de”, que una compleja danza de perspectivas superpuestas y en perenne interrogación. Maestro y discípulo. Madre e hijo. Principio y fin.