Releo una vez más “Defensa de la tierra”, de Luis Oyarzún, escritor de la generación del 50 que, al revés de muchos de sus contemporáneos, tuvo una relación muy íntima con el paisaje chileno, con una naturaleza por la que —insistió— había que practicar la contemplación y la identificación estética, única manera de “cultivarnos”: la cultura es cultivo y desde luego cultivo de la mirada y de la tierra.
Oyarzún era muy crítico con los chilenos: les enrostraba su atávico “feísmo”, su negligencia y barbarismo, su “odio al árbol”, etc. No se salvaba nadie de esta crítica por la destrucción de lo propio: ni los españoles, ni los alemanes del sur, ni siquiera los mapuches: “todos tendrán su parcela de desierto, su cráter lunar en el desamparo dantesco de las ramas suplicantes”. Oyarzún olía los incendios en el aire, habló de la desertificación en curso antes que nadie, clamó por la sequía que asolaba el territorio en la década del 70 (cuando fue publicada “Defensa de la tierra”): “he pensado varias veces escribir un triste, desolado poema sobre la sequía. Para hombres de mirada vegetal, virgiliana o agrícola, no hay catástrofe peor”. Oyarzún recordaba a esos egregios jesuitas exiliados del siglo XVIII, Molina y Lacunza, que evocaban con nostalgia, desde Europa, las dulzuras de la naturaleza chilena, y se preguntaba qué sentirían ellos si volvieran a visitar regiones del país hasta hace poco fértiles: “creerían hallarse en los desiertos de África”.
Lo mismo nos preguntamos: ¿qué sentiría Oyarzún si se paseara en este Chile de la megasequía? Tal vez no se sorprendería tanto: nosotros, en cambio, nos asombramos en leer a un ensayista tan consciente, ya en la década del 70, de un proceso que había comenzado, del que pocos hablaban (la ciencia se demoró en llegar a las conclusiones contundentes que hoy conocemos) y que solo un observador tan fino y poético de nuestra tierra podía ver como una evidencia. No era ecologismo ideológico el suyo (Oyarzún desconfiaba de las ideologías, en un tiempo —el suyo— hiperideologizado), sino profundo y arraigado amor a la tierra. “En el principio era la tierra”, dijo Mistral, su maestra. Oyarzún afirmó: “vivimos tal vez el último momento en que sea posible hacer algo, entre las urgencias paralelas y complementarias de la lucha contra la miseria y el subdesarrollo, y en favor de una tierra habitable”.
¿Hoy podemos decir lo mismo? Me temo —y me duele decirlo— que no. Las conclusiones del informe que el Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) acaba de hacer público, me parece que dejan poco espacio para un optimismo razonable. Sería bueno preguntarles a los candidatos a la Presidencia de la República si en su programa hay propuestas contundentes y posibles para esta tragedia global, o solo una antología de lugares comunes, buenos deseos y consignas. Los tiempos que vienen son extremadamente complejos y requieren un pensamiento político que tenga también complejidad para enfrentar desafíos de múltiples dimensiones: ecológicas, económicas, sociales. Lo peor sería que los países quedaran en manos de ideologías que, en vez de enfrentar con eficacia el cambio climático, propongan una receta que sea peor que la enfermedad. Pero tampoco los países debieran quedar en manos de una política atrapada por el lobby al servicio de ciertos intereses económicos. Por eso al mismo tiempo que conocemos este desolador informe mundial, nuestra Cámara de Diputados no debiera aprobar la reducción en un 50% al impuesto específico a los combustibles. Eso sería una muy mala señal: un incentivo al uso de combustibles fósiles, los mismos que —nos dicen los expertos— están asfixiando la tierra. ¿No debiéramos empezar a superar esa desidia tan chilena frente a lo propio, desidia casi ontológica, que denuncia Oyarzún en su profética “Defensa de la tierra”?