Entre las diversas causas que permiten explicar la crisis social que vive el país está el descrédito de las respuestas que el Estado ha entregado a los desafíos que enfrenta la sociedad, desde la promoción del crecimiento, pasando por la generación de buenos puestos de trabajo, hasta la provisión de bienes públicos de calidad. De hecho, el debate programático que se instaló luego del estallido de octubre de 2019 sigue poniendo el foco en el Estado como la principal herramienta para atender las aspiraciones de la población. Instalados en el eje Estado-mercado, es claro que las preferencias de la ciudadanía se inclinan hacia el primero, razón que debiera llevar a indagar en las condiciones que se deben cumplir para que su accionar sea efectivo.
Un antecedente fundamental a tener en consideración es que la creciente desconfianza hacia el Estado es un fenómeno global, presente en países con distintos niveles de ingreso, y con aparatos estatales de diferentes dimensiones. Esto sucede porque su efectividad depende de dos variables clave: la envergadura y la organización de la intervención.
La primera se refiere a la capacidad del Estado de recaudar los impuestos y luego financiar prestaciones, bienes públicos y políticas sociales necesarias para garantizar un piso mínimo de servicios que demanda la sociedad, lo cual lleva inmediatamente a la agenda de la reforma tributaria que forma parte del actual debate. En este ámbito existe un acuerdo amplio respecto de la necesidad de obtener unos 5 puntos adicionales del PIB para cubrir razonablemente los derechos sociales que marcarán la nueva Constitución.
La segunda dimensión se refiere a la creciente dificultad que observa el Estado para resolver directamente problemas complejos, sin involucrar activamente la participación de agentes fundamentales: la sociedad civil, las empresas privadas, y los actores determinantes de los territorios. En gran parte del siglo pasado, el Estado funcionó fragmentando los problemas y estandarizando las soluciones, manteniendo una gobernanza de comando y control. Este enfoque tradicional se ha vuelto poco efectivo para atender las necesidades de la sociedad actual. Hoy la solución no pasa por hacer más eficiente lo que existe, sino por reimaginar las intervenciones que se diseñan desde el Estado.
En entornos complejos, la efectividad de las políticas públicas depende críticamente del entorno que son capaces de crear; de la existencia de una visión compartida; de los actores que se movilizan colaborando con las soluciones deseadas; de la sinergia que se produce entre acciones que inicialmente aparecen como independientes, pero que luego se refuerzan mutuamente; y de la calidad de los procesos de aprendizaje social.
Estas son dinámicas que no están presentes en el enfoque tradicional de la intervención estatal directa, algo que genera dudas razonables sobre muchas de las propuestas que están contenidas en los programas presidenciales que se han dado a conocer. Sin ir más lejos:
-Los parques tecnológicos y la banca de desarrollo tienden a ser instrumentos inefectivos para el desafío de la transformación productiva si no se insertan en un entorno dinámico, que moviliza a empresas, emprendedores y comunidades.
-Los subsidios a la contratación y a la capacitación de la fuerza de trabajo tienen menos efectividad que los programas de inversión territorial que integran diferentes iniciativas, incluyendo emprendimiento, infraestructura, innovación, financiamiento y capacitación.
-La creación de una empresa pública para fomentar la producción de hidrógeno verde es menos efectiva que la estrategia de incorporar a las empresas e inversionistas privados a través de una iniciativa nacional compartida, como la impulsada desde el Ministerio de Energía, y que ha mostrado resultados positivos.
Estos ejemplos revelan que el ejercicio de repensar la intervención del Estado no consiste en reubicarse una vez más en el eje Estado-mercado, ya que ambos tienen importantes deficiencias para abordar los nuevos desafíos de la sociedad. Lo que se requiere es introducir componentes de colaboración entre diversos actores y de retroalimentación positiva entre diferentes iniciativas, algo inexistente en los instrumentos tradicionales.
En síntesis, el nuevo pacto social que emerja del proceso constituyente en desarrollo tendrá que ir acompañado de un enfoque renovado de la relación entre el Estado y la sociedad. En este sentido, los liderazgos del futuro deberán tener la capacidad de adaptar las políticas públicas a entornos rápidamente cambiantes y de mayor complejidad, lo que exige llevar a cabo las necesarias transformaciones que el país requiere a partir de la creación de alianzas amplias en torno a los grandes desafíos que enfrentaremos como sociedad.