Dar con otro modelo “más humano” es el nuevo producto que se enseñorea del presente. Un primitivismo (idealización de las sociedades originales previas a la civilización) mal entendido olvida que, salvo en algunas tribus recolectoras, los llamados originarios conocían perfectamente la práctica de una economía de mercado como diferente a la actividad de producción e intercambio al interior de una microsociedad, por ejemplo, la familia extendida. En el intercambio con otras tribus se maximizaba el provecho. En casi todas ellas existió “capitalismo”, si entendemos por capital aquella parte de lo que se produce que no se consume, sino que se guarda, acto fundamental que está en la base de supervivencia del grupo. Fue uno de los pasos que establecieron la civilización, para grandeza y cruz, porque en eso consiste y consistirá la historia humana.
Lo que hoy en general vulgarmente se llama capitalismo, y que prefiero denominar simplemente como “economía moderna” de mercado, fue una transformación radical, producto de un trabajo milenario —en términos técnicos, la depredación de la naturaleza comenzó con Adán y Eva— y por fenómenos originados en el último medio milenio: el surgimiento de la economía mundial, autoridad de la ciencia, revolución industrial, la empresa racional, la teoría económica que se hizo parte del debate público, donde, como en tantas partes, ciencia y valores no encajan a la perfección. Lo más importante y estridente es haber dado a lo largo de 700 años un salto cualitativo abismante y temible en la creciente abstracción del dinero, desde las letras de cambio hasta el bitcoin.
Aportó, primero, la novedad de la superación de la pobreza para la gran mayoría de sus miembros, cuando se logra amaestrar a la economía. Segundo, en aquellos países donde sucedió, no sin avances y retrocesos, y a veces magnas conmociones, progresivamente se desarrolló la democracia y el Estado de derechos moderno. No ocurrió por razones de causa-efecto —no fue la economía per se la que produjo la democracia—, pero sí hay contigüidad entre ambas.
Este magno salto, apetecido y exigido, también arrojó una sombra, ya que no fue ni jamás será amado. Su existencia se legitima con precariedad si mantiene un tenso equilibrio con otros ámbitos de la civilización: política, cultura, espiritualidad. La vida no es solo el proceso económico; pero también lo es.
Las aparentes excepciones, como el modelo colectivista del siglo XX, eran también capitalistas, un capitalismo de Estado, donde existían grandes grupos económicos, en el sentido de agrupar series de empresas diversas en una dirección para la eficiencia posible en esos sistemas. Parece que la economía moderna no puede funcionar de otra manera. Sabemos cómo funcionaron y en qué terminaron, aunque quizás por ahí y por allá sea inextinguible la tentación de retornar a ellos.
La moderna economía de mercado, monstruo y salvación, mucho mejor (por decir lo menos) que el modelo colectivista, llevó a la humanidad a otro estadio, con nuevos y tenaces problemas y peligros. Todos, sin embargo, demandan lo que nos ha entregado. Para esquivar sus trampas, Solzhenitsyn nos dice: “Solo podemos experimentar la verdadera satisfacción espiritual no en poseer, sino en negarnos a poseer, (que es) la autolimitación”. No se trata de la adopción de un programa tecno-político, cual otro modelo, que lo desnaturalizaría, sino un punto de fuga que alimente la cotidianidad de la civilización moderna, de cada uno de nosotros. Palabras que, en Chile, que emerge de un frenesí del advertisement como de la satisfacción instantánea, podrían devenir en oasis fecundo.