La Convención cumplió un mes de funcionamiento. Si bien se valoran los avances organizacionales, hay cuestiones de fondo que debieran preocuparnos tanto o más que las de funcionamiento, pues resultan en pasos en falso, contraproducentes para la buena marcha del proceso. Las celebraciones jubilosas en los jardines del ex Congreso Nacional no deben nublarnos la vista respecto de las cuestiones que requieren mayor atención.
Una de ellas es la fuerte tensión que se advierte entre lo que la Convención está llamada a hacer y lo que ciertos movimientos esperan de ella. Abierto el período de audiencias y participación, esa tensión se hace evidente ¿Debe la Convención sintonizar con las demandas de ciertos colectivos para mantenerse legitimada? No, pero hay una gran tentación a hacerlo. Participación y deliberación son procesos diversos y no deben mezclarse al punto de ser indistinguibles, pues ello no se aviene con la misión de la Convención, con las reglas del juego y, en último término, no es conveniente para los fines del proceso.
Primero, porque cualquier proceso participativo, por inclusivo que sea, tendrá los límites que les son inherentes; entre otros, el que en ellos suelen participar los grupos con preferencias más intensas, las que no son necesariamente representativas de las que manifiesta la población en general. Más aún si perdura la norma provisoria aprobada, en que una mayoría de convencionales puede excluir de las audiencias a determinadas entidades o personas que tengan interés en la materia. En segundo lugar, porque no es deber de la Convención, ni la Constitución el instrumento para hacer presente todas las demandas y anhelos de la ciudadanía. Muchas de esas demandas no serán pertinentes a la Constitución, sino a las políticas públicas o a la sana convivencia más allá de lo normativo.
En tercer lugar, porque la Convención tiene una tarea que es indelegable. Los espacios de escucha activa, por parte de los convencionales, deben contribuir a la tarea de estos. Quienes son recibidos en audiencia, entonces, han de hacer un esfuerzo por exponer con sentido de pertinencia sus puntos (ateniéndose al objeto de la citación, respetando el tiempo que los convencionales destinan al efecto) y evitando transformar esos espacios en catarsis generalizada en los que se pretenda que la Convención remedie, con una norma constitucional, las frustraciones o desilusiones ahí volcadas. La Convención, a partir de esas contribuciones y del análisis y estudio, está llamada a deliberar racionalmente y a tomar, por sí, las decisiones que correspondan. Por ello, respecto de aquellas materias en las que sea complejo llegar a acuerdos, la Convención podrá recurrir mil veces a las instancias internas que disponga para destrabar el desacuerdo y a la opinión de expertos y la sociedad civil para orientarla. Sin embargo, por identificada o endeudada que se sienta con el “pueblo” (concepto difuso y subjetivo, de significado diverso según quien lo expresa), la Convención no puede delegar en él lo que el “pueblo” la mandató a hacer, esto es, a llegar a acuerdos trasversales por un quorum de 2/3, el que protege los intereses de las mayorías y minorías (o sea del pueblo en su concepción más amplia, y no en esa versión estricta que muchos buscan instalar tras el 18-O, aunque se digan inclusivos). Así, no caben en las reglas del juego de la Convención los plebiscitos intermedios u otros mecanismos de consulta para zanjar lo que la Convención no logre acordar. No sería un acto de deferencia con la ciudadanía, sino todo lo contrario; sería vulnerar su confianza; sería desentenderse para lavarse las manos en el pueblo. Asumo no estarán aumentando las asignaciones para que al final la pega la haga el pueblo. Sería un abuso.
La Convención debe ejercer su rol político, administrando las catarsis que se produzcan, los halagos, y también los posibles costos ante sus audiencias más intensas.
Finalmente, un apunte sobre el derecho a participar en igualdad de condiciones, hoy en entredicho. El acuerdo del 15 de noviembre lo fue por la paz y por una nueva Constitución. La paz se construye respetando los principios democráticos, el Estado de Derecho y a quienes lo hacen posible, y en nuestro actuar diario en la sociedad y en los espacios institucionalizados de diálogo democrático. Si la Convención y la nueva Constitución se concibieron como un camino hacia la paz, la intolerancia y la cultura de la cancelación entre convencionales, en torno a la superioridad moral de quienes creen tener el poder de ungir a quienes son del pueblo y quienes no, solo generará odio, división y una Constitución de la revancha, lejos de la casa de todos de la que tanto se habló.