La mayoría de los sabios que han pensado la sociedad —desde tiempos muy remotos— han propuesto que el cambio social no lo llevan a cabo individuos como usted o como yo, sino otro tipo de sujetos colectivos, grupos más o menos homogéneos, compuestos por individuos con conciencia de pertenencia a ese grupo y que tienden a pensar, creer y actuar de modo semejante. Esos mismos sabios han observado que esos grupos se ordenan en planos jerárquicos, en una gama que va desde grupos estimados como inferiores a otros como superiores, teniendo, pues, una estructura integrada por “clases”. Esos sabios también han propuesto leyes, la más importante de las cuales, quizás, es que los individuos que pertenecen a las clases inferiores tienen una pulsión por ascender en esta estructura, por alejarse del grupo jerárquicamente inferior y aproximarse, sin cesar, a los grupos o clases superiores.
En Chile, los escritores de ficción concuerdan con esta visión de los sabios y han reflejado en sus creaciones estas estructuras y leyes. Los nombres que emplean para identificar los grupos no son los mismos que emplean los sabios, pero parece interesante atender a ellos porque el lenguaje que recogen es producto de ese colectivo y, por lo mismo, esos nombres “no técnicos” transmiten la mirada interior de la sociedad. Así, por ejemplo, hasta mediados del siglo pasado la literatura se refería a las clases de “los caballeros”, de “los rotos” —las dos principales—, de “los medio pelo” y de algunos grupos intermedios como “los siúticos”, “los venidos a menos”, “los roteques” o “los rotos con plata”, entre otros. Hacia fines del siglo pasado esa estructura social se desestabilizó y pareció dar lugar a un nuevo esquema. Así, a muchos sabios los he escuchado decir que lo esencial para comprender los cambios sociales de las últimas cuatro décadas es el aumento sustantivo del grupo intermedio —la clase media—, aunque advierten que ese grupo es más difícil de concebir como sujeto y aclaran que no es equivalente al antiguo de los “medio pelo”.
El esquema bipolar de antes, en todo caso —caballeros versus rotos—, ya no sería válido porque se introdujo entre ambos esta cuña enorme de una variopinta e inestable clase media. Los nombres que usan los escritores hoy cuando cuentan sus historias —el realismo social sigue siendo el género predominante en nuestra literatura— también han cambiado, por lo cual resultaría muy revelador determinar cuál es la estructura de la sociedad contemporánea a la luz de esa literatura. Tengo la impresión de que, a diferencia de la conjetura de los sabios, la clave que saldría a flote de un estudio semejante es la agonía de “los caballeros”, la pérdida y transvaloración de sus gustos y códigos de honor, su terrible vulgarización.