En estos largos meses pandémicos me ha rondado un puñado de palabras. Temor, incertidumbre, pena, hastío, esperanza… Pero siempre, porfiada, había una que se posaba en todas ellas con delicadeza: melancolía. “Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que quien la padece no encuentre gusto ni diversión en nada”, define la RAE. Una palabra que, sin nombrarla, aparece en nuestras vidas cuando las horas se enlentecen. Enredada de vez en cuando con la nostalgia (“Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”), ambas se encargaban de remecer mi costumbre a esta nueva y monótona existencia.
La libertad, pensé, es la madre de todas mis penurias. Su falta me acongoja. Pero la razón de mi melancolía no era ni tan intelectual ni tan sofisticada. Sencillamente, concluí, me faltan los otros.
Fue la larga y recurrente primera fase del “Paso a paso” la que me lo hizo saber. Aunque la viví acompañada por mis cercanos y a quienes estaban lejos los acerqué con tecnología, era el rebaño el que no estaba. El mismo del que tantas veces renegué, molesta, por invadir lo que creía eran mis espacios.
El avance a la fase 2 me ayudó a comprobarlo. ¿No le parece que al caminar por la calle las miradas se posan más en usted que antes? ¿O que el saludo en el ascensor ya no es una rareza y la conversación con quien atiende en la farmacia o la panadería se da fácil? Me pregunto si seré yo quien lo facilita o es el otro.
Así, rebauticé el paso 2 como de reconexión. Facilitó ese reencuentro que todas las comunas de la región donde vivo, la más populosa, entraran juntas a la ya imposible cuarentena. Ni las más pobres ni las más ricas por separado. En algo se disipaban las profundas y dolorosas diferencias.
Y finalmente llegó la tan ansiada y esquiva fase 3 (¡hagámosla durar!). Se llenaron las calles, se facilitaron los reencuentros con mascarillas de por medio. Las veredas se vistieron de comedor y los comensales se agruparon en largas filas con algo parecido a una alegre paciencia. ¡Quién lo diría!, me hacía falta ese bullicio.
No olvido el dolor que ha sufrido gran parte del rebaño, pero es bueno para espantarlo, o por lo menos atenuarlo, el sentirse con otros. En este mismo espacio, un columnista advertía que el virus maldito desconectó el cuerpo del alma, que el deterioro de la salud mental parece no tomarse en serio en la política pública y que el costo es inmenso. Muy cierto. Pero también reconoce la importancia de la interacción social como suavizante de esos efectos. La conexión como antidepresivo.
Ya nos tocará la fase 4, con su ampliación de aforos y el esperado reencuentro entre estudiantes. Me pregunto si estamos preparados para esta Apertura con los otros. No soy ingenua: hay muchos que andan por la vida en fase 1, enclaustrados en sus opiniones, sin espacio para nadie.
Como optimista que soy, tengo la esperanza de que lo que hemos vivido estos dos años haya remecido los espíritus o hecho tambalear el piso de los más firmes. Hasta una pequeña grieta permite la entrada de aire fresco.
Tengo fe en que muchos recibirán esta Apertura con verdadera amplitud para conectar con el rebaño y gozar de sus efectos sanadores. La rebautizaría, entonces, con una palabra que pocos usan en su significado laico: comunión.
Así sea.