¡Qué difícil se ha vuelto en Chile intentar un análisis objetivo de las cosas! Pareciera que la lógica maniquea de los buenos y los malos hubiese inundado inexorablemente nuestro entorno. Por lo mismo, es complejo hacer un balance del tiempo transcurrido desde que el 4 de julio pasado, la secretaria relatora del Tribunal Calificador de Elecciones, Carmen Gloria Valladares, pronunciara esa frase solemne: “Desde ahora ustedes no son convencionales electos; son convencionales propiamente tales”. Todo se ha dado muy rápido desde entonces: la elección de la presidenta y del vicepresidente, las dificultades para que comenzara a sesionar la Convención Constitucional, el inicio de un proceso de construcción de confianzas que pareciera ser mucho más tortuoso de lo que se preveía.
Pero, como un análisis objetivo supone situarse como un espectador imparcial, ese desafío nos lleva hoy a evaluar el primer mes de funcionamiento de la Convención Constitucional, tanto en sus aspectos positivos como negativos.
En lo positivo destaca la superación de los temas logísticos que complicaron la instalación efectiva de la Convención en el recinto del histórico Congreso Nacional. Más allá de los dimes y diretes entre la Mesa de aquella y el Gobierno, lo importante es que se ha podido sesionar y adoptar acuerdos. Y ello ha sido posible con la valiosa colaboración de sectores de la sociedad civil como el Colegio Médico y las universidades, que han puesto sus mejores esfuerzos para apoyar el trabajo de este nuevo órgano del Estado.
También resulta digna de relevar la instalación y funcionamiento de la Comisión de Reglamento, una de cuyas coordinadoras es una académica especialista en temas constitucionales que ha mostrado ejecutividad y buen criterio en las primeras decisiones adoptadas. Entre ellas, la de promover la participación de personas e instituciones que entreguen sus aportes para materializar, en el plazo de treinta días, las reglas de funcionamiento de la Convención para el cumplimiento de su tarea de proponer al país el texto de una nueva Carta Fundamental. Este cuerpo normativo está llamado a ser, ni más ni menos, que la columna vertebral que sostenga el trabajo de la Convención en los once meses restantes para concluir su misión.
En lo negativo, lo primero que llama nuestra atención es la estructura increíblemente engorrosa de que se ha dotado la Convención. La Mesa cuenta hoy con una presidencia y con ocho vicepresidencias (siete son adjuntas), cuyas funciones aún no están del todo claras. Del mismo modo, el hecho de que las ocho comisiones aprobadas para esta fase transitoria cuenten con dos coordinadores cada una levanta la legítima pregunta acerca de cómo lograrán concordar en un trabajo que sea realmente expedito y ágil. ¿Y por qué ocurre todo esto? Simplemente, porque se ha vuelto una obsesión la representatividad de la diversidad que caracteriza a nuestro país, como si no bastara la paridad de género y los escaños reservados a los pueblos originarios con que se eligió a la Convención, que muchos creíamos que estaba llamada a dar fruto en una Constitución más inclusiva y plural, pero no en una Convención hiperdiversificada. Quienes hemos integrado órganos colegiados sabemos que el carácter liviano de las estructuras decisionales es uno de los mejores aliados para la adopción de decisiones oportunas y eficaces.
Del mismo modo, preocupa, en un sentido negativo, la adopción de acuerdos y el tratamiento de temas, al interior de la Convención, que no se relacionan con su único cometido de redactar una nueva Constitución. Y es que la Convención no es una Comisión de Verdad, no es un apéndice del Congreso Nacional ni tampoco reemplaza al Ministerio Público y a los tribunales. Y, si de contexto se trata, este debiera ser asumido como diagnóstico o punto central de las prescripciones constitucionales que han de debatirse y no de otra forma.
Por último, la polarización de posiciones que hemos observado en el primer mes de funcionamiento de la Convención no es auspiciosa. Con el sistema de trincheras y con la sordera frente a posiciones moderadas y razonables, como las de Agustín Squella, será difícil el avance que las chilenas y chilenos esperamos.
Marisol Peña Torres
Profesora de Derecho Constitucional