Se afirma que lo perdió su carácter. Espoleado por su contrincante, sus exabruptos develaron un personaje displicente y autoritario. Pero esto es solo parcialmente cierto. Lo que realmente selló la derrota de Daniel Jadue fue su partido, el Comunista.
El repelente sentimiento de superioridad que mostró en los debates no responde solo a un rasgo personal del alcalde-candidato: revela una cierta ontología, la cual por cierto no es exclusiva de los comunistas. Ella nace de la pretensión de disponer con un conocimiento —en su caso, la ciencia marxista— que les permite ver lo que los demás no ven; adivinar intenciones que los propios actores son incapaces de percibir; anticipar consecuencias que son invisibles para quien no cuenta con esa luz que a ellos los ilumina. A esto obedece, por ejemplo, su exasperación con periodistas que estarían atrapadas por el velo de la ignorancia y por intereses ocultos que las usan como a marionetas; o su postura ante el estallido cubano, que prefiere imputar a una fuerza externa, el imperialismo, antes que admitir lo obvio: la obsolescencia del viejo modelo socialista y del paradigma que lo sostiene.
Lo que Jadue puso en escena, en suma, es algo que se mantuvo opacado por la autoridad moral que proveyera a los comunistas chilenos su condición de víctimas de los actos más atroces de la dictadura: una pulsión totalitaria. La misma que se ha vuelto a manifestar en estos días cuando exigen a Boric y al FA “disciplinar” a sus convencionales, sin atender a su autonomía individual ni a identidades que van más allá de la política. La exigencia de actuar alineadamente siguiendo las órdenes del partido en todos los ámbitos de la vida —el político, el civil, el económico, el académico, el artístico— es de hecho uno de los rasgos más salientes del totalitarismo.
Pero la derrota de Jadue reveló también el fracaso de la estrategia política del PC. Luego de establecer, a comienzos de los años ochenta, que la derrota de la Unidad Popular fue por la ausencia de un poder militar propio que apoyara a las fuerzas de cambio, este se ha esmerado en no poner todas sus fichas en las salidas e instituciones democráticas. Sucedió cuando acusó de traidores a quienes se propusieron ganar el plebiscito que selló la salida de Pinochet. También en la transición, donde fue actor secundario, en parte porque no quiso verse envuelto en sus inevitables compromisos. La desconfianza pareció superada cuando aceptó la invitación de Bachelet y se incorporó a su gobierno, pero no: vino el estallido e inmediatamente renegaron de esa experiencia, tildaron de renegados a los firmantes del acuerdo del 15N y salieron a reivindicar su ethos insurreccional con la pasión propia de quien debe expurgar un pecado. Al final, cierto, terminaron plegándose a la Convención, pero no sin advertir que la “rodearían” si no cumple con lo que esperan de ella.
La estrategia del PC de tener un pie dentro y otro fuera de la vida institucional le ha permitido alcanzar una influencia que supera con creces su peso electoral, pero tiene un límite: con ella jamás podrá alcanzar la mayoría en democracia. En la primaria les pasó por encima una fuerza joven, el FA, que nunca ha tenido crisis existenciales respecto de poner sus dos pies en las instituciones democráticas para materializar su vocación de poder. En la Convención les ocurre ahora algo parecido, en la medida en que la incidencia depende más del talento para forjar alianzas que de esgrimir amenazas.
El PC está ante un dilema. O sigue aferrado a una ideología y una estrategia que responden a las experiencias y traumas de sus viejos dirigentes, que lo condenan a ser un actor de reparto, o rompe con ellas para aspirar a un rol protagónico en el Chile democrático, diverso y libertario que hoy se abre paso. Vallejos, Cariola, Hassler y Cía. tienen la palabra.