La pandemia ha dejado muchas lecciones. Entre ellas, el valor de la flexibilidad a la hora de asignar recursos. Esto es fundamental para salir de la crisis económica actual, que se venía engendrando hace más de una década y que la pandemia terminó por hacerla evidente a los ojos del observador común.
Esta crisis, en mi opinión, es diferente a las últimas experimentadas en el mundo, ya que es una de recursos humanos y no de recursos financieros. Lo anterior, por dos razones. En primer lugar, los cambios tecnológicos asociados a la inteligencia artificial y la revolución de las comunicaciones están dejando muchos empleos obsoletos. Por ende, los individuos menos capacitados enfrentarán serios problemas para encontrar trabajo en el futuro. En segundo lugar, un recambio generacional en el poder. Esta nueva generación se diferencia de las generaciones anteriores en su énfasis en el consumo —definido ampliamente—, más que en el trabajo. En las generaciones anteriores, los logros laborales eran per se generadores de satisfacción. En cambio, esta generación entiende el trabajo como un medio afín a su objetivo: el consumo.
La economía enfrenta así un problema mayor a resolver: proveer recursos a un conjunto de individuos cada vez más diverso, en términos de preferencias y deseos, con el fin de que todos puedan llevar a cabo sus proyectos vitales de forma más o menos exitosa. Una condición necesaria para que la economía pueda satisfacer esta diversidad y el actual énfasis en el consumo, es un mercado laboral muy flexible.
Para ello necesitamos, primero, eliminar la indemnización por años de servicio y mejorar el seguro de cesantía. La indemnización por años de servicio es, por un lado, un impuesto a la movilidad —el trabajador que lleva un tiempo no quiere renunciar por una opción laboral en que su capital humano es más productivo, para no perderla. Por otro lado, es un impuesto al despido, lo que desalienta ajustarse a las nuevas necesidades de capital humano con la consiguiente pérdida de productividad.
Segundo, necesitamos salarios por hora. De esa forma, los individuos pueden elegir libremente cuántas horas trabajar. Por ejemplo, un estudiante puede desempeñarse en el casino de la universidad por dos horas cuando la demanda es máxima, sin necesidad de ser informal o estar contratado por una jornada completa, lo que, sin duda, es ineficiente. Esto hace que regulaciones rígidas, como jornadas laborales de x horas fijas, sean innecesarias.
Tercero, se necesita un nuevo sistema de capacitación laboral flexible, decidido en conjunto por las empresas y los trabajadores, con el apoyo de una autoridad central que provea información acerca de hacia dónde es necesario acomodar el capital humano actual. También se necesita mayor capacitación in-situ por parte de las organizaciones, especialmente, en el área de servicios, de forma tal que los trabajadores tengan mayor productividad y, así, no sean fácilmente sustituibles.
Cuarto, se necesitan empresas que pongan un mayor énfasis en los recursos humanos, con un foco en sus sistemas de incentivos y las opiniones de los trabajadores, quienes saben más acerca de qué necesitan para trabajar más motivados y mejor.
Quinto, se necesita, urgentemente, un sistema de educación superior que, grosso modo, ponga mayor énfasis en las carreras técnicas y su interacción con la empresa, además de carreras profesionales más cortas que se focalicen en una educación más amplia, tanto en términos humanistas como tecnológicos, y pongan en el centro el aprendizaje continuo. Desde luego, la universidad como certificadora de contenidos es inadecuada para los tiempos que vivimos y los sistemas de acreditación basados en métricas de higiene están obsoletos.
Por último, se necesitan empresas que adopten las prácticas gerenciales de los países más productivos y que promuevan la competencia en su interior, de forma tal que sean promovidos los más capacitados y no los más conectados o con las credenciales más adecuadas. Por supuesto, sin perjuicio de que muchas veces exista correlación entre ambas.
Al parecer, lo obvio a la luz de la evidencia, es lo menos obvio a la luz del “sentido común” y, por ende, la discusión, en vez de proceder en los términos antes descritos, ocurre en términos de rigideces y la explotación de los conflictos laborales. Quién diría que estamos en la tercera década del siglo XXI y no en la de los 50-70 del siglo pasado.
Felipe Balmaceda
UNAB, MIPP, ISCI