Cuando la canción parte, él está apoyado en la pared, ordenando su afro con un peine que guarda lentamente en un bolsillo. Ella ya está en medio del salón, marcando el beat, y mientras las parejas saltan a la pista, logra verle avanzando en su dirección: lo divisa esquivando a unos y luego a otros, sin detenerse; atraído por ese vestido rojo sangre que ondea al compás, demandando ser embestido. De pronto, se ve a sí misma cruzando los brazos en torno a su cuello, siente como rodean su cintura, levanta la vista hasta chocar con sus ojos, se refleja en ellos. Toda la habitación, los amigos, los conocidos y desconocidos; los que bailan, los que miran y los que no; todo el mundo parece contenido en esos ojos, esas manos, ese cuello y en esa canción.
Estamos al interior de “Lovers Rock” (2020), segundo largometraje del ciclo “Small Axe”, formidable creación del director británico Steve McQueen; la película lleva una media hora y a estas alturas el hechizo es total: es 1980, una fiesta pagada al interior de una casona ubicada al corazón de la zona jamaiquina, al oeste de Londres. Un par de amigas han llegado a beber y bailar; una ya se ha ido, la otra está sumergida al completo en esa patota que se mueve lentamente, como la marea, al son de Silly Games, de Janet Kay, uno de los tantos éxitos pop de esa temporada, en clave “lovers rock” (una variante suave del reggae). La cámara va explorando ese movimiento con total parsimonia, filmando rostros, colores y peinados, como si fuesen puntos de referencia en un mapa de cambiante geografía; atrapando sin dificultad alguna ese trozo de pasado, releyendo la escena en términos de historia y legado, pero al mismo tiempo dotándola de una intensidad desbordante, absoluta. Es imposible parar: la canción llega a su final, pero los actores continúan bailando y comienzan a cantarla otra vez, a capella, de principio a fin. Han dejado de encarnar sus papeles. La película que están filmando ha entrado súbitamente en pausa y el cineasta los deja perderse en ese momento, los filma presa de esa emoción.
A partir de ahí, el espectador tiene claro algo que probablemente ya intuía desde el principio de la cinta. Este instante de fiesta al que los personajes arriban de manera tan casual, casi de pasada antes de lanzarse a nuevas aventuras nocturnas, no es una escena más de la película: “es” la película. Es la parte que contiene al todo. Diez minutos de metraje devorándose y dando sentido a un filme que no supera la hora y diez. Poco importa si esto fue encontrado en el camino o ya se hallaba en el ambicioso diseño original de McQueen para Small Axe —espléndido conjunto de cinco largometrajes acerca de la experiencia afrobritánica en las décadas del 60, 70 y 80, creados para la BBC—, pero un buen indicador al respecto es que “Lovers Rock” sea el único de la serie que no está basado en hechos o personajes reales, el único que para evocar su era necesita poco más que un puñado de recuerdos, canciones y otros artefactos de una década remota.
En la medida que nuestras memorias de siglo XX —el siglo del cine— se desvanecen a paso acelerado, sin que ninguna oleada de nostalgia consiga embotellarlas, resulta cada vez más evidente que las películas no funcionan como una máquina del tiempo que nos transporta mágicamente al instante pretérito y que, en su intento por recrear ese viaje “hacia atrás”, son más bien instancia de permanente reescritura y revisión de un pasado al que cada visita va alterando un poco más y más, hasta volverlo irreconocible.
Estos diez minutos de baile situados en el corazón de “Lovers Rock”, producen sin embargo la ilusión contraria: que sí, que es posible atrapar el cegador brillo del ayer antes que todo se convierta en sombras.
SMALL AXE: LOVERS ROCK
(Inglaterra, 2020). Escrita y dirigida por Steve McQueen.
70 min.
Disponible en pre-orden vía Amazon.