La desconfianza es, tal vez, uno de los mayores problemas que enfrenta Chile hoy. Los niveles de confianza en las instituciones —que ya eran relativamente bajos en nuestro país, así como en Latinoamérica— se desplomaron en el último lustro tras una ola de escándalos simultáneos en distintos ámbitos del poder: política, Iglesia, empresas, uniformados. Lo muestran las encuestas: no quedó títere con cabeza.
Una sociedad compleja no puede sino funcionar en base a instituciones; fuera de las reglas, prima la ley del más fuerte. La desconfianza en las instituciones, de alguna forma, pone en duda que los conflictos puedan resolverse sin recurrir a la calle, a los gritos y, en última instancia, a las balas, y la vida, entonces, corre el riesgo de tornarse, como se dijera, “solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve”.
Pero lo cierto es que este distanciamiento de la ciudadanía con el poder llega como un desenlace dramático de procesos de largo aliento. La abrupta llegada del progreso económico a Chile y, de la mano, la creciente afirmación de la autonomía individual, vuelven a las personas cada vez más reticentes a que otros dirijan sus proyectos de vida y sus visiones de mundo. A las instituciones las valorarán en la medida que no se opongan a sus posturas y solo en los ámbitos que les parezcan. ¿Religiosidad?, a mi manera; ¿políticos?, según me guste cada cual, en el momento.
La caída constante en las últimas décadas de la identificación con la religión y con los partidos políticos es manifestación de este fenómeno. Ejemplos más puntuales y recientes son los cambios drásticos en la valoración de los candidatos presidenciales o los realineamientos de convencionales a tan solo semanas de ungida la Convención; las lealtades ya no son incondicionales. Esto puede parecer veleidoso, pero es, a la vez, el resultado de individuos que quieren tomar sus propias decisiones en un mundo de instituciones debilitadas. El deseo y la capacidad de autodeterminación, tan modernos, son fuente, también, de dignidad.
¿Será posible recuperar los niveles de confianza precrisis? La Convención Constitucional podría restituir parte de la legitimidad perdida del sistema político. Ella ofrece un recomienzo, y sus cuadros son renovados y mucho más representativos de la población de lo que venía siendo la política. En un escenario optimista, la Convención podría, también, reformular la institucionalidad para que responda mejor a las demandas actuales —aunque hoy esto apenas aparece en el debate.
Aun así, no es obvio que la ciudadanía vaya a abandonar su ojo crítico. Las nuevas élites que surjan, tarde o temprano, también cometerán errores, e inevitablemente estos se viralizarán online. Quizás haya que asumir que la población permanecerá descreída del poder, independiente de quien lo ejerza; que elegirá autoridades por mayoría y al poco andar les quitará su apoyo; que estará atenta a los defectos de toda institución, pronta a escalar sus reclamos. Será un mundo desafiante para las instituciones y hostil a quienes las dirigen. Es importante considerarlo a la hora de diseñar las nuevas reglas: la desconfianza será, probablemente, un hecho de la causa.