Durante la campaña para la primaria presidencial, todos los candidatos resaltaron el enorme desafío laboral que enfrentamos. Porque ya recuperamos el producto perdido tras la pandemia, pero con cerca de 900 mil ocupados menos. El drama es actual, y también a largo plazo, pues los empleos que faltan se explican por una caída en la fuerza de trabajo, que reduce la capacidad para crecer sostenidamente. La cuestión es sobre la conexión entre empleo y tecnologías nuevas.
El miedo a las máquinas no es inédito: a comienzos del siglo XIX los ludistas quemaban empresas textiles, tras la Gran Depresión Keynes acuñó el término desempleo tecnológico, y durante los años 60 Kennedy señaló que su principal inquietud era la pérdida de trabajos por la automatización. Sin embargo, la realidad agregada ha sido otra. Por ejemplo, en 2019 las tres economías más avanzadas —Alemania, Estados Unidos y Japón— tenían las tasas de desocupación más bajas del mundo. Y es que trabajo y tecnología se han complementado hasta ahora, en lugar de sustituirse. Pero esta vez podría ser distinto, ya que la velocidad del cambio tecnológico en curso impide una adecuada transición, y el mercado laboral que deje la pandemia podría ser uno con desempleo y desigualdad persistentemente altos.
En este contexto, la discusión de política pública ha incluido crear una renta mínima garantizada, incluso universal; y transformar nuestro sistema de capacitación, considerado fallido hace más de una década. El asunto es que, dado nuestro creciente deterioro fiscal, el margen para equivocarse es estrecho. Hoy, más que nunca, se requieren un buen diagnóstico y una implementación eficaz.
Así las cosas, ¿qué sabemos? Primero, que las crisis económicas afectan al mercado laboral de manera heterogénea, y que sus efectos pueden ser duraderos. De hecho, los que comienzan a trabajar durante una crisis como esta tendrían una trayectoria de ingresos 20% más baja que el resto durante su vida laboral. Y al comparar tipos de trabajadores, los efectos más prolongados se darían entre los con menor educación, reduciéndose más su probabilidad de estar ocupados que sus ingresos en promedio.
Segundo, que lo que ha fallado no es el diagnóstico técnico ni las reformas recomendadas. Es la política la que, en gran medida, ha optado, como en el caso de las pensiones, por mirar hacia el lado en lugar de sacar adelante proyectos de ley que, aunque perfectibles, mejorarían la situación vigente.
En particular, las carencias principales exigen mejorar la capacitación, especialmente para los que hoy desempeñan tareas rutinarias y menos exigentes cognitivamente, a través de un sistema nacional que conecte con las necesidades del mercado y que nos permita ser “aprendices de por vida”; y modernizar el mercado laboral con mayor adaptabilidad, como han propuesto todas las comisiones transversales de expertos convocadas durante la última década. Es posible, por ejemplo, pasar desde una jornada legal de 45 horas semanales a una más flexible y breve, de 180 horas mensuales. Y aprobar el proyecto de sala cuna universal que ingresó al Congreso a mediados de 2018, para establecer por fin la corresponsabilidad parental y hacer accesible el mercado del trabajo a más mujeres.
Adicionalmente, es necesario formalizar al 30% del empleo que se desempeña fuera del sistema productivo organizado, con apoyos estatales condicionados que se gatillen cuando la desocupación supere un umbral determinado; y digitalizar los sistemas públicos de información para implementar ayudas universales, pero eficientes. De hecho, una explicación para el retraso de las primeras transferencias monetarias durante la pandemia fue que el Registro Social de Hogares no estaba actualizado.
Con todo, aun cuando esta crisis dejará heridas permanentes, su legado puede ser un mundo del trabajo mejor si se realizan los cambios que ya estaban en marcha y asumimos los desafíos que estos imponen durante la transición. La pandemia de covid-19 inició este problema. Ahora está en manos de los políticos evitar que, una vez superado lo sanitario, debamos enfrentar una pandemia laboral.
Raphael Bergoeing
Ingeniería Industrial - Universidad De Chile