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Editorial
Lunes 26 de julio de 2021
Una acusación sin fundamento legal
Un libelo como este pone en duda la seriedad con que hoy se está haciendo política.
Las relaciones entre el Ejecutivo y la oposición han sido extraordinariamente complejas. Ninguna parte está exenta de responsabilidades, pero la segunda ha usado sus mayorías legislativas para tensionar en exceso las relaciones políticas. Esto es particularmente cierto en la Cámara. Es verdad que la política tiene una dimensión en que se agudizan las diferencias, pero si ello se extrema, solo contribuye a desprestigiar a los propios políticos. Es difícil no concluirlo después de estudiar la acusación constitucional contra el ministro de Educación, Raúl Figueroa. En ninguna de sus 142 páginas se prueba una ilegalidad de la autoridad. El documento sí abunda en críticas políticas, pero eso no significa que existan violaciones a la Constitución o a las leyes.
La acusación se estructura en torno a tres capítulos: no haber asegurado el derecho a la educación a propósito de la regulación y financiamiento del sistema educativo; vulneración de los derechos de trabajadores de la educación, y amenaza a la vida, integridad física y psíquica de las comunidades. En el primer caso se argumenta, por ejemplo, que en lugar de agregar nuevos recursos se asignaron dineros de otras partidas para financiar apoyos a las escuelas, pero ese es un principio de sana administración si precisamente, por la pandemia, esos fondos no se iban a ocupar en plenitud. Se argumenta, adicionalmente, que se habría asignado menos subvención de la debida, pero ninguno de los cuadros que se ofrecen en el documento acusatorio permite comprobarlo o bien corresponden a ejemplos con disminución en matrícula.
Se cuestiona que no se haya aprobado una nueva reglamentación para clases presenciales y se entremezcla esto con la falta de criterio de algunos planteles escolares, pero poco se dice sobre las normas que se dictaron para velar por el mejor desarrollo de las clases remotas, a pesar de todas las dificultades que se han enfrentado en esta pandemia no solo en Chile, sino en el mundo. Precisamente por esto, todos los organismos internacionales expertos han recomendado no cejar en intentar las clases presenciales. La autoridad educacional pudo hacerlo mejor o peor que en otras latitudes, pero no hay nada en el documento que sugiera en este capítulo ilegalidad o abandono de deberes.
En el segundo capítulo, los argumentos para sostener que se habrían vulnerado los derechos de trabajadores de la educación descansan en que no se habría presentado una legislación específica para regularlos en pandemia. Tal crítica se sostiene en argumentos puramente especulativos; en cualquier caso, difícilmente podría haber aquí alguna ilegalidad. También resulta artificial la acusación de que se habría incumplido el pago de bonos de retiro, pasaje en el que se reiteran una y otra vez los cuerpos legales que han establecido estos bonos, pero no se ofrece evidencia de un mal actuar. El libelo llega a ser risible en su último capítulo, donde, rayando en la truculencia, se intenta alegar indiferencia moral frente a los fallecidos por el covid-19 y se arguye una supuesta actitud de poner en riesgo la vida y estabilidad de las comunidades.
En fin, es una acusación que pone en duda la seriedad con la que se está haciendo política en la actualidad.