La mañana en que se inauguró, con gran barullo, la Convención Constitucional en los jardines del ex Congreso Nacional, vi en las noticias algo conmovedor: un viejo suplementero expresaba su emoción de ver nuevamente, tras décadas de ausencia, el ajetreo de políticos, reporteros y ciudadanos en la vecindad de los edificios que representan el esplendor del Estado; una energía vital que nuestra capital incubó y atesoró desde los albores de la República, que muchos de nosotros experimentamos con fascinación en nuestra juventud y que se vio truncada de golpe para no recuperarse más, al menos hasta ahora.
Desde la Antigüedad, las sociedades soñaron con materializar sus principios en una ciudad ideal, sagrada, radiante sobre una colina; la Nueva Jerusalén del misticismo bíblico. Salvo entre bárbaros, la urbe jamás ha sido un accidente; su planificación es una expresión de la cultura. Ahí están la Acrópolis y el Foro Romano; los monasterios medievales, los trazados perfectos del Renacimiento, la monumentalidad del Barroco y el imperio del Neoclásico en una Ilustración que invoca los orígenes de la democracia. Washington DC o La Plata, en nuestra región, fueron diseñadas como una abstracción integral de la ciudad sagrada. Santiago no fue menos: con heroico esfuerzo fue levantando los edificios y sitios simbólicos de la República. Si en la Colonia todo ocurría en la Plaza de Armas (la sede y residencia del gobierno, el Cabildo, la Justicia), con la Independencia se incorporaron la Real Aduana, convertida en Tribunales, y la Casa de Moneda, en sede de gobierno y residencia, en 1845. En la misma época se inició la construcción del Congreso Nacional, que se inauguraría recién en 1876; similar cosa con el Palacio de Tribunales, edificado en dos etapas entre 1905 y 1930; y entre ambos, un nuevo lugar de encuentro. Hacia 1930 comenzaron los trabajos de la monumental caja cívica en torno al Palacio de La Moneda, incluidos espacios públicos, una flamante fachada de la sede del gobierno sobre la Alameda y la apertura del eje Bulnes, uno de los mayores proyectos urbanos de nuestra historia.
Estos son los componentes de nuestra ciudad ideal. Hasta hace 50 años se desplegaba en el centro un enjambre de relaciones humanas, vinculando la política, los negocios, el periodismo, la cultura, el comercio y la vida doméstica. Tuvo una increíble intensidad urbana, de gran calidad y prestigio, gracias a la concentración de las actividades de la administración pública y su buena densidad residencial. Hoy, cuando debatimos la posibilidad de una nueva estructura administrativa y la localización central vuelve a ser un factor determinante para vivir, tenemos la oportunidad de resucitar nuestra ciudad ideal, y un primer paso evidente es reinstalar el Congreso Nacional en el corazón de la acción, de donde nunca debió salir.