Un torrentoso Mapocho, visto desde el puente del Arzobispo. El tráfico en la Alameda, a la altura de Estación Central. La mirada que se levanta hacia la torre Entel, como quien la está viendo terminada, por primera vez… Son algunas de las imágenes captadas en formato Super 8 por la cámara de Raúl Ruiz, a su regreso a Chile, en 1982, y que menos de un año más tarde terminaron integradas en su corto “El retorno de un entusiasta de las bibliotecas”, exhibido poco después por la TV francesa.
No es de extrañar. Casi todo lo que el director escribía, boceteaba o divagaba, terminaba de una o de otra forma integrado a sus filmes; pero, a diferencia de la avalancha de películas, documentales y otras piezas audiovisuales que venía produciendo a partir de 1978, casi como una fuerza de la naturaleza, desde el principio esta se adivina distinta: no existe aquí esa prodigiosa voluntad para esconderse y camuflarse detrás del material ni tampoco la juguetona actitud de experimentar con la imagen y su forma, como quien ejecuta un acto de magia: “El retorno” se inicia al interior del departamento que los padres de Ruiz tenían en calle Huelén, en pleno Providencia. Vemos la luz de un frío sol entrando por la ventana; escuchamos la voz del director, que parte describiendo la experiencia de su fugaz regreso —después de casi una década de exilio— como quien narra un sueño que acaba de tener justo antes de despertar: el artista está frente a su biblioteca de juventud, repleta de volúmenes que han pasado años sin abrir, y de pronto nota que falta uno. No solo eso: la ausencia del libro también se refleja en la ausencia de un color. El rosado. Simplemente, se desvaneció de la vista. Vaya donde vaya en este Chile que está volviendo a recorrer y a reconocer, definitivamente hay algo que no está, que se echa en falta, que desapareció. Visita a amigos y conocidos; el espectador puede reconocer en ellos a algunos rostros de películas pasadas (el poeta Waldo Rojas, el pintor Carlos Solanos, el ayudante de dirección Luis Mora), pero todos parecen absortos en sus propias pesadillas, entelequias y laberintos. Obsesionado en su búsqueda, el narrador se asoma incluso por su casa de infancia en Quilpué, retrocediendo a días de interminables correrías infantiles, hasta que la cámara se detiene frente a una enorme rosa. El color anhelado. Ahí, justo frente nuestro. Y, sin embargo, la película no toma nota de ello; pasa de largo como si no fuese capaz de admitir que la ha filmado. Como si no quisiera ver, para así continuar buscando lo perdido, para seguir errando.
En ese frondoso y enorme árbol que es la filmografía de Ruiz, hay diversos elementos que se van repitiendo, jalonando a través del tiempo y de sus películas —la figura del doble, la estructura de laberinto, el hablante lírico, la violencia expresada en clave de arrebato y absurdo, entre otros—, pero uno de los más persistentes es la firme desconfianza ante un insumo clave del arte cinematográfico: la evidencia física. La presencia del objeto ante la cámara. La confianza que cineasta y audiencia tienen de que esa rosa que vemos en pantalla está ahí realmente. La certeza de que no se trata de una mera ilusión.
Ruiz —quien este 25 julio habría cumplido 80 años— dista de ser el primero, y por cierto que no fue el último, en cuestionar ese paradigma que ha dado base y sustento al arte audiovisual por más de un siglo, pero la seguridad y el temple con que lo puso en duda, la alegría (y también la picardía) con que fue capaz de disolverlo en sus historias, lo situó como uno de los pocos herederos del cine clásico que se sentía más cómodo con la generación anterior: la de los pioneros, creadores de un lenguaje visual donde realismo y fantasía aún estaban integrados, como dos caras de una misma moneda.
Tal vez por eso su condición de pez fuera del agua en un cine francés que, a principios de los años 80, todavía bebía de los triunfos y derrotas de la Nouvelle Vague, tal vez por eso su alianza creativa con los directores de foto Sacha Vierny y Henri Alekan, dos veteranos que volcaron su alucinado sentido del color y la imagen en las fascinantes “El territorio”, “El techo de la ballena” y “Las tres coronas del marinero”. Puede que se hayan reconocido en la mirada de este ilusionista, de este hombre que creaba y se ocultaba a plena luz.