Como país nos preparamos para darnos las normas constitucionales que regularán la convivencia ciudadana futura. Sería bueno recordar que una de las preguntas fundamentales de la teoría política es cómo hacemos para evitar la tiranía y la violación de la libertad, sin la cual no hay autonomía ni responsabilidad moral personales, pensamiento creativo o convivencia en paz.
En el arduo y muchas veces tortuoso camino hacia la civilización, la democracia vino a aportar dos bienes importantes: primero, la igualdad ante la ley, que deviene de la igualdad política; y en segundo lugar, la posibilidad de efectuar cambios de gobierno pacíficos y periódicos a través de elecciones libres de acuerdo con la voluntad de la mayoría. Sin embargo, desde sus orígenes, la democracia se desarrolló en dos vertientes radicalmente distintas, una de las cuales no es sinónimo ni garantía de libertad, sino por el contrario.
Así, por una parte, tenemos la democracia liberal representativa, que aspira no solo a determinar quién gobierna, sino también y muy especialmente, a definir cómo ese gobierno debe ejercer su poder para preservar el mayor grado de libertad personal compatible con la vida en sociedad. Por la otra, la democracia totalitaria de Rousseau, en que la “voluntad general” se estima infalible, es el único juez respecto a lo que es verdadero, justo y bueno y, por el mero hecho de ser mayoría, no atentaría jamás contra la libertad, porque siempre actuaría por el bien del conjunto. En consecuencia, no requeriría limitaciones, podría interferir en todos los aspectos de la vida de los ciudadanos, su sensibilidad, sus creencias, su lenguaje e incluso en los ámbitos más propios de su intimidad. Esto termina por destruir la libertad personal, y así lo ha hecho en múltiples ocasiones. El problema, como advirtió John Stuart Mill, es que cuando hablamos de una mayoría, por lo general nos estamos refiriendo solamente a los ciudadanos políticamente activos, los cuales no conforman necesariamente una mayoría de los integrantes del país y, más serio aún, esa mayoría, por el mero hecho de serlo, obviamente no es más sabia ni más justa que la minoría.
Pensadores desde la antigüedad, como también Tocqueville y Mill, hasta liberales del siglo XX como Isaiah Berlin, han advertido sobre la amenaza de la tiranía de la mayoría. Esta tiene al menos dos posibles vertientes. Mill hace hincapié en aquella que ejercen las mayorías (lo que hoy llamaríamos lo políticamente correcto) sobre las opiniones, los sentimientos y las creencias de las minorías disidentes. Se trata de la “tiranía social”, que aspira a obligar a todos a aceptar un cuerpo de convicciones, aunque contraríe su libre pensar.
La segunda vertiente es la tiranía política, en que no existen restricciones al poder de los gobiernos. Como es evidente, desde la perspectiva de quien es sujeto de decisiones tiránicas, es irrelevante que la libertad sea conculcada por un monarca, por un gobierno popular o por un conjunto de leyes opresoras mayoritariamente aprobadas. Es por eso que en la democracia liberal representativa, que nos ha acompañado desde los orígenes de la república, las constituciones han consagrado siempre el principio fundamental de que ningún poder, incluso el del pueblo, emanado de la soberanía popular, puede ser absoluto y han establecido numerosos contrapesos que evitan los potenciales abusos; entre ellos, la separación de poderes, un conjunto de derechos individuales inalienables y ciertas áreas de la vida personal que nunca pueden estar sometidas ni resguardadas por la soberanía popular.
Hoy enfrentamos el riesgo cierto de una refundación de la democracia, carente de los resguardos necesarios para evitar la tiranía política y social de una mayoría que se cree y se siente única depositaria de la verdad y la virtud.