El país y su sistema institucional funcionaron bien en muchos sentidos, dígase lo que se diga, comparando lo comparable, sobre todo con América Latina. Una de sus condiciones fue que hubo una nueva izquierda democrática, cristalizada en alianza de centroizquierda, al comienzo muy segura de sí misma en ideario y estrategia. Y tuvo una derecha bastante transformada en relación con aquella de mediados de siglo, ahora un bloque fuerte que hizo de contrapeso y también colaboró. Cuando la derecha tomó las riendas gubernativas, en la segunda década del siglo XXI, las cosas se fueron desperfilando. Sucede que las derechas, no solo en Chile, muchas veces tienen menos experiencia política que las izquierdas, y no pocas veces les toca dar las malas noticias.
Pero las cosas se agrietaban desde antes. Hacia fines de la década de 1990, la centroizquierda comenzó a perder la fe en su propio proyecto, en la clásica dificultad del socialismo democrático por definir su puesto en una sociedad abierta. El Chile de la nueva democracia hubiera sido imposible si ella no se hubiese sumado a la afirmación de sus rasgos centrales que la posibilitan. Desde el 2011 apareció una izquierda antisistema, y se estaba por ver si esta podía ser ganada por el juego democrático, fenómeno crucial desde el siglo XIX en todo el mundo donde ha habido democracia, como lo interpretó entre otros el socialismo alemán en las dos posguerras del siglo XX.
La izquierda antisistema se subió a un “estallido” que no creó, que la pasó a llevar, pero con el que se identificó primero como discípula, hoy como pretendido mentor. Es dudoso que transite a una lealtad a la democracia en los tiempos cortos que vivimos, además a la cola de un sentimiento amorfo que pretende borrar república y colonia, y restablecer un paraíso originario que jamás existió. Es la fiebre del momento.
Por ello, el peso de restablecer un equilibrio quizás posible recae sobre la derecha. Como en los 1960, no lo puede hacer solo por su cuenta, amén de haber sufrido un innegable retroceso electoral. Mas, si renuncia o se entrega a la desidia, otras fuerzas que podrían colaborar, aunque sea indirectamente, a que se encuentre un rumbo compatible con un Estado de derecho, solo se dejarían arrastrar por la marejada que desintegra a toda institución en medio de un desconcierto polifónico. Por cierto, lo tiene cuesta arriba y no le es fácil resumir su programa en una consigna o en una lista de ideas perfectamente coherentes. Estas lógicas magistrales son siempre engañosas y más le vale que no lo intente. Solo tiene que salvar la distancia entre el cambio y la permanencia, el eterno dilema de la sociedad humana, que no pocas derechas a lo largo del mundo han sabido interpretar con brillantez.
La convocatoria a las primarias debe poner énfasis en aquello que ha permitido al país gozar de un margen que otros países de América Latina no han tenido, y escoger las áreas posibles donde avanzar en una seguridad social realista. Pero como sus adversarios, muy sueltos de cuerpo, pueden triplicar la apuesta, hay que manejar un naipe que también sea conservador, de la desconfianza en la picaresca desatada. En efecto, en algún momento va a comenzar a crecer el hastío con el “leseo”, que en este momento todavía acapara la atención del espectáculo, ofreciendo esto y aquello, eso que nadie ha dado nunca gratis a nadie, y que aquí se proclama a destajo. Hay que jugar la carta huasa de la suspicacia razonable ante los titiriteros que abundan en el saqueo de la escena republicana.
Su mensaje debe poner en la balanza estos razonamientos, contradictorios en la forma, pero no menos honestos, promisorios y congruentes.