Considere el siguiente supuesto: para triunfar, Javiera transgrede las reglas establecidas. Lo hace para modificar un estado de cosas que le parece injusto. Por su parte, Alberto quebranta las mismas reglas para impedir que Javiera gane. Lo hace para mantener un estado de cosas que le parece justo. Ambos subordinan las reglas a la persecución de objetivos que consideraban superiores, justos. Asuma, además, que las reglas quebrantadas prevén que su transgresión —tildada como delito— ha de castigarse con una pena. Las reglas se protegen a sí mismas mediante la amenaza de una pena, podría decirse.
Ahora bien, usted comprenderá que si Javiera termina por imponerse, no trepidará en cancelar los efectos de aquellas reglas: ciertamente no estará dispuesta a castigarse a sí misma (o a quienes le ayudaron a ganar); tanto menos si cree haber obrado por superiores razones de justicia. Y lo mismo habría que decir de Alberto, si llegase a imponerse. Todo esto es muy lógico y es a esto a lo que llamamos “justicia de vencedores”: que no es una auténtica justicia, se comprende, sino la cruda consecuencia de un choque de fuerzas. “Lo hice porque podía hacerlo”.
Hasta aquí el supuesto. Vamos ahora a la realidad.
El D. L. 2.191 de Amnistía, decretado por el gobierno militar en abril de 1978, constituye un caso paradigmático de “justicia de vencedores”. Un supuesto correctamente motejado como “autoamnistía”. No es auténtica justicia, como no es tampoco auténtico perdón (el perdón que nos damos a nosotros mismos puede ser movilizante y práctico, pero carece del poder regenerador del auténtico perdón, de aquel perdón que es, por definición, indisponible para quien lo demanda).
Salvando las grandes distancias del caso —en la gravedad de los delitos y en la muy distinta responsabilidad institucional en juego—, un indulto partisano, promovido por una mayoría de la Convención Constituyente, se ubica en el mismo registro: tiene también el gusto de la “justicia de vencedores”. Sería el perdón que Javiera y sus adeptos concederían a quienes les ayudaron, sabiéndolo o no, a lograr su objetivo superior de justicia. Esto explica la comprensible resistencia de los sectores derrotados a partir del 18-O ante semejante propuesta de indulto, del mismo modo como explica el escándalo ante la aplicación del D. L. de (auto)amnistía.
¿Qué hacer entonces? Castigarlos a todos por igual —a movilizados incendiarios y a carabineros abusivos— es una alternativa, por cierto. Con ello no podrá decirse que la indulgencia recayó sobre los amigos y la justicia sobre los enemigos. Duralex, sed lex. Con ello, además, se previenen futuras transgresiones a las reglas, ya para acelerar o agudizar los cambios, ya para frenarlos o revertirlos. Esta alternativa dejaría tranquilos a muchos (me cuento entre ellos) y es posiblemente la más segura, la más acorde a unas reglas cuya vigencia es últimamente de interés de todos.
Se tiene, sin embargo, la sensación de que el actual estado de cosas no permite sacrificar a los sujetos que por ese estado de cosas lucharon. Sería sentenciar su instrumentalización. Esa intuición inspira la solicitud de indulto partisana. ¿Pero qué hay de los que tuvieron en suerte estar del lado contrario? ¿Habrá que sacrificarlos en razón de este nuevo estado de cosas? Víctimas de sus circunstancias también: llamados a repeler una movilización incendiaria que terminaría por imponerse, provocando un cambio institucional que más tarde demandaría el perdón de sus adversarios. En ese azar de bandos no hay justicia. Y habría que mirar también de quiénes hablamos. Ante las revueltas estudiantiles del '68 italiano, Pier Paolo Pasolini decía, con razón, que los auténticos “proletarios” no eran los revoltosos, sino los carabinieri. No digo que ello sea exactamente así para el 18-O, pero los términos no han de ser tan lejanos.
El asunto es delicado, no hace falta decirlo. Se juega con fuego aquí. Un perdón partisano transmite el mensaje de la ruda fuerza y desalienta en el cumplimiento de las reglas. Un perdón transversal puede también hipotecar gravemente el futuro cumplimiento de las reglas, pero tiene al menos la virtud sanadora del perdón (como heteroperdón, valga la redundancia). Invita a la magnanimidad y puede ayudar a cicatrizar heridas, si es que se concibe y ejecuta adecuadamente: con moderación —dejando afuera los casos más clamorosos de quebrantamiento— y asegurando condiciones para evitar nuevas transgresiones.
En síntesis: o justicia transversal o perdón transversal. La segunda fórmula no es cuestión de justicia, sino de política, de la política con mayúscula (aunque sea un cliché decirlo así).
Fernando Londoño M.