Argentina e Italia lograron los respectivos títulos continentales de selección y en ambos casos se puede hablar de tres conceptos: reivindicación, compromiso con un ideario y justicia.
En lo primero, está claro que ambos equipos llegaron a la competición cargando mochilas pesadas. Más allá de esa especie de malsana obsesión de gran parte de la prensa e hinchada —no solo local— de determinar la calidad futbolística de Lionel Messi a partir de la obtención de un título con su selección (como si él fuera el único que jugara), el hecho objetivo de que Argentina no conseguía una Copa desde Ecuador en 1993 imponía una suerte de última oportunidad para una generación que cumplía sus presentaciones finales antes de su teórico adiós en Qatar.
Italia, en tanto, no tenía grandes culpas, pero sí una mancha que estaba a la vista. Su ausencia en el último Mundial no era por cierto una deuda pendiente del actual plantel, pero era claro que a pesar de que ya las eliminatorias a la Eurocopa denunciaban claramente un renacer de la Azzurra con rostros nuevos, se hacía urgente que el DT Roberto Mancini y sus dirigidos demostraran en la fase final del torneo haber recuperado el histórico sello ganador.
Argentina e Italia también tuvieron el mérito de imponerse exponiendo sus propias propuestas y convicciones sin caer en la tentación de mostrarse como lo que no son para satisfacer paladares externos o ridículos paradigmas.
Los trasandinos dieron muestras claras de ello a lo largo de toda la competición sudamericana, donde siempre exhibieron pragmatismo (con claras muestras de querer conservar resultados cuando tuvieron la opción de hacerlo), pero muy especialmente quedó expuesto en la final ante Brasil.
La escuadra de Scaloni no tuvo problemas para denunciar sus intenciones de apretar, ahogar y exprimir la lucha en el sector del mediocampo (con De Paul, Paredes y Lo Celso mostrando un gran nivel), y esperar algún contraataque que sin lugar a dudas se daría en algún momento si es que Brasil —como aconteció— se desviaba de sus principios y aceptaba el tono áspero que imponía Argentina en la lucha por la posesión.
Los italianos, ni qué decir, fueron durante toda la Eurocopa un canto a la composición táctica. Sería absurdo —y muy errado— caer en la caricaturización habitual y decir que los italianos fueron defensivos y que solo buscaron el fallo rival para imponerse. Sí, claro, fueron ordenados para reducir al contrincante, pero lo que más atención llamó fue cómo ese orden generó grandes respuestas ofensivas: abriendo surcos por la izquierda con Spinazzola durante gran parte del torneo (hasta que se lesionó); mediante una salida orquestada por ese estilete que es Jorginho; a través de la técnica exquisita de Insigne; o por ese fuego permanente de Chiesa.
La evidencia está más que expuesta. Argentina e Italia se consagraron este fin de semana no solo porque uno metió un gol de contraataque y lo supo defender; o porque el otro fuera más certero o tuviera más suerte en la definición a penales.
Eso es equívoco del todo.
Ambos lograron sus títulos merecidamente, con justicia y bajo reconocimiento general, porque supieron superar trancas e imponerse siendo lo que son.
Calidad y clase, que le dicen.