Si bien el Evangelio refiere principalmente a la urgencia misionera, algo que es esencial para la vida de la Iglesia, me quiero detener en un aspecto que se toca tangencialmente, cual es la hospitalidad. En efecto, Jesús señala que si un lugar no los recibe ni los escucha, al marcharse sacúdanse el polvo de los pies, para probar su culpa (Mc 6, 11). Al contrario de este hecho, las Escrituras están llenas de buenos ejemplos: desde la acogida a los reyes magos en la pesebrera, pasando por la huida a Egipto, siguiendo por la parábola del Samaritano y recordando al célebre San Pablo que fue migrante en Grecia, en Roma y en tantos otros lugares. Resulta particularmente decidor que, al leer los Hechos de los Apóstoles y las Cartas que San Pablo, se dirige a varios destinatarios, se aprecia un modelo de Iglesia no exclusiva, sino abierta a todos, hospitalaria por esencia, formada por creyentes sin distinción de cultura y de raza.
Esto nos enfrenta a la realidad de las migraciones y a la urgencia evangélica de la hospitalidad. En el mundo vemos las “huidas”' forzadas de tantos hermanos que deben buscar nuevos horizontes para tener paz, para vivir su fe, para tener libertad o condiciones de vida más dignas. En Chile también vivimos dolorosas situaciones de migrantes que llegan a la patria con esperanza, pero terminan viviendo en condiciones dramáticas, porque no tienen acogida o porque son sometidos a exigencias ingentes, debiendo “mendigar” al aparato estatal para obtener su documentación —sin certezas, tiempos o expectativas claras— y así cumplir las normas del país para acceder a los mínimos derechos. En pocas palabras, la vida no les resulta fácil a muchos que han llegado a esta tierra buscando un mejor porvenir.
Quienes hemos recibido el don de la fe sabemos que, por Cristo, Dios ha llegado incluso a hacerse uno de nosotros, para atraer y acoger a la humanidad junto a Él. Esta hospitalidad de Dios hacia nosotros toca el fondo del alma: sobrepasa y desborda todas las fronteras humanas. También, por la fe sabemos que todos los discípulos de Cristo somos “migrantes”, porque estamos en el mundo sin ser de él. Esta autocomprensión hace que muchas Iglesias, porque son la casa de todos, sean un natural lugar de acogida para los hermanos de diferentes naciones que llegan al país. Hay ejemplos edificantes de grupos parroquiales y movimientos católicos que dan testimonio de acogida e integración.
Fui forastero y me acogisteis (Mt 25, 35), dice uno de los mandatos de la misericordia. En efecto, el migrante, como otro Cristo, nos provoca a dar hospitalidad a los hermanos que vienen de otras tierras, a proveerles de condiciones laborales dignas, a entregarles las herramientas para que su dignidad se vea respetada y fortalecida. Es cierto que muchos subrayan las desventajas económicas que conlleva la integración de migrantes; o destacan los problemas que genera la integración cultural pero, más que el tema monetario o cultural, lo que ha de movilizarnos y primar es la actitud humanitaria que nace del Evangelio y que es capaz de reconocer en cualquier otro a un hermano.
Como Iglesia, y respondiendo al mandato de id y haced discípulos a todos los pueblos, estamos llamados a ser el Pueblo de Dios que abraza a todos: la Iglesia es madre de corazón abierto que sabe acoger, recibir, especialmente a quien tiene necesidad de mayor cuidado, a quien está con mayor dificultad. La Iglesia, como la quería Jesús, es la casa abierta a todos. ¡Cuánto podemos evangelizar si nos animamos a aprender este lenguaje de la hospitalidad, este lenguaje de recibir, de acoger, de dignificar y alentar! Cuántas heridas, cuánta desesperanza se puede curar en un hogar donde uno se pueda sentir recibido, en una patria donde uno sea considerado un aporte y no un “extranjero”. Para eso hay que tener las puertas abiertas, sobre todo las puertas del corazón.
Hago mías las palabras de Francisco cuando nos exhorta “Hospitalidad con el hambriento, con el sediento, con el forastero, con el desnudo, con el enfermo, con el preso, con el leproso, con el paralítico. Hospitalidad con el que no piensa como nosotros, con el que no tiene fe o la ha perdido. Y, a veces, por culpa nuestra. Hospitalidad con el perseguido, con el desempleado. Hospitalidad con las culturas diferentes... Hospitalidad con el pecador, porque cada uno de nosotros también lo es”. Les deseo un santo día domingo.
“‘Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, en testimonio contra ellos'. Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban”.
(Mc 6, 11-13)