Lo que pasó el jueves fue impresionante. Ese día el Gobierno anunció que los ciudadanos comenzaremos a recuperar un poco la libertad que nos quitaron en marzo de 2020, cuando llegó a Chile el coronavirus.
Así, en algunos días más se flexibilizará un poco el toque de queda, podremos ir al cine y al deporte. Eventualmente, salir de las ciudades y ver a los abuelos y a los primos. Todo muy de a poco y con condiciones. Pero sí, seremos ligeramente más libres. En especial los que hemos cumplido con las normas que nos han impuesto y hemos aceptado mansamente el confinamiento; esa especie de reclusión domiciliaria que cumplirá ya casi un año y medio. Ha sido como una verdadera condena.
Ese mismo jueves, de manera casi simultánea, la Convención Constitucional aprobó una resolución que llama a los poderes del Estado a liberar a los denominados “presos de la revuelta” y a los condenados mapuches por delitos cometidos en los últimos 20 años.
Como ven, en un mismo día se hicieron gestiones para liberar a los privados de libertad de la cuarentena, confinados por literalmente no hacer nada, y al mismo tiempo se pidió liberar a los privados de libertad por hacer mucho, como incendiar casas o templos con gente adentro.
“Es que, mal que mal, todos merecemos ser igualmente libres”, dirá algún poeta bolchevique.
Estos hechos me trajeron a la mente la famosa frase de la novela de Orwell “Rebelión en la granja” (Animal Farm): “Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”.
Ustedes recuerdan el cuento. Los animales de una granja hacen una revolución, expulsan al granjero y deciden elaborar sus propias normas, en una especie de nueva Constitución política con siete leyes esenciales: 1. Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo; 2. Todo lo que camina sobre cuatro patas, nade, o tenga alas, es amigo; 3. Ningún animal usará ropa; 4. Ningún animal dormirá en una cama; 5. Ningún animal beberá alcohol; 6. Ningún animal matará a otro animal; 7. Todos los animales son iguales.
Después de “refundar” la granja, el grupo dominante de animales, que son los cerdos, logran regular todos los aspectos de la vida en común y consiguen el poder total, amparados en sus siete populares leyes. Los todopoderosos cerdos comienzan a descubrir las bondades de dormir en cama, beber alcohol y tener amigos humanos.
Entonces reescriben la Constitución, adaptándola según su conveniencia: se podrá beber alcohol, pero no en exceso, no se matará a otro animal a menos que haya buenas razones para ello, etc.
Y, por cierto, los cerdos también reescriben el séptimo mandamiento, que queda así: “Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”.
Recordé esto y me sentí un burro. Tantos meses volví asustado a mi casa porque faltaban cinco minutos para el toque de queda y me aterraba no estar guardado a la hora.
¿Qué pasaría si yo saliera a protestar hoy por lo que me parece injusto, y le prendiera fuego a algo? ¿Seré considerado como un “preso político” y recibiré un indulto si me toman preso? ¿Podré alegar que merezco el mismo trato de los “presos de la revuelta”?
“Es que no”, me dirán quizás. “Porque es cierto que todos merecemos ser libres, pero algunos merecemos ser más libres que otros”.