En griego equivale a purificación. En tiempos modernos, a una liberación emocional que purga traumas y conflictos que permanecían reprimidos. Esto fue la inauguración de la Convención: una catarsis. ¿Había que pasar por ella? Absolutamente. “Limpieza de chimenea”, la llaman en la terapia psicoanalítica. La recomiendan todos quienes saben de procesos de diálogo entre partes en conflicto o que desconfían radicalmente entre sí. Es la manera de conocerse y de identificar las grietas que habrá que superar.
El jurista holandés Wim Voermans, en entrevista en La Tercera, nos lo había advertido. “Hacer una Constitución es complicado, es desordenado, y eso no está mal… He estado en los procesos de elaboración de la Constitución en muchos países. No le temo en absoluto a la parte complicada o desordenada de una Constitución”.
Ahora la carga está sobre los hombros de los convencionales: son los elegidos. Su responsabilidad debe ir de la mano con la humildad, sin confundir soberanía con soberbia. No pueden olvidar ni por un instante que “votamos para que escribieran la Constitución, no para que fueran parlamentarios ni jueces, ni para que cumplieran otra tarea”. Su función es definir los bordes de la autoridad que necesitamos para “que haya cierta paz en nuestros vínculos”, como lo expresara bellamente Kathya Araujo en Ciper, lo cual debe ser pensado no solo en términos de “cómo se ejerce el poder desde los otros”, sino también de “cómo se regula y cómo se lo ejerce cuando le toca a uno”.
Barack Obama señala que hay dos tipos de liderazgo, el profético y el coalicional. Él se identifica con el segundo, el que busca construir acuerdos para conseguir cambios que sean sustentables. Este debe ser el espíritu de la Convención. Sería la confirmación de que nos hemos emancipado de la larga sombra de Pinochet. Porque si estamos en esto es por la necesidad de superar una Constitución impuesta por una dictadura que, apelando a la representación del pueblo y al conocimiento del sentido de la historia, se propuso enterrar el Chile anterior a 1973, sin atender a los costos emocionales y materiales que ello significaba para gran parte de la población.
No hay que repetir ese mismo afán profético, ahora en sentido inverso. “Históricamente imposición implica reversión, en algún momento u otro”, recuerda Araujo, más aún en sociedades complejas y plurales.
Está bien la hoja en blanco. Mejor aún la paridad. Todavía más los escaños reservados, que permiten reconocer en pie de igualdad todas las cosmovisiones y ontologías. Lo que no estaría bien es que algunos de los integrantes de la Convención se arroguen para sí el monopolio de la memoria y pretendan construir un pasado a su gusto. Fue el recurso de la dictadura; lo es de todos los dogmatismos, de cualquier signo.
Las omitidas, los colonizados, las víctimas, los excluidos, los abusados, merecen un espacio preferente desde el cual compartir sus dolores y visiones. La instalación de la Convención mostró que esto es posible, lo que fue una bocanada de esperanza. Pero la memoria de un pueblo es más amplia; es el patrimonio de todos quienes se sienten solidarios —aun con vergüenza a veces— de un mismo pasado y comprometidos con un porvenir común.
Como escribiera Hannah Arendt, “toda generación, debido a haber nacido en un ámbito de continuidad histórica, asume la carga de los pecados de sus padres, y se beneficia de las glorias de sus antepasados”.
Pasada la catarsis, será tarea de los convencionales tejer la delicada ecuación entre memoria y destino. “Siempre existe la posibilidad de que falle, que no salga nada”, previene Voermans. “Pero si sale algo, pueden estar orgullosos de que realmente es producto de todos los chilenos y creo que esta es la mejor situación que pueden tener. Desordenada y todo”.