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Editorial
Domingo 04 de julio de 2021
El espíritu de la Convención
En algún momento, los gestos testimoniales deben dar paso a la deliberación serena.
La Convención Constitucional debe comenzar hoy la histórica tarea de redactar una nueva Carta Fundamental. Los 155 convencionales asumen la responsabilidad —algunos de cuyos alcances se abordan separadamente en esta misma página— de representar a una ciudadanía que, con su voto, depositó en ellos su confianza y también sus esperanzas de un mejor país o, al menos, de encauzar la severa crisis iniciada en octubre de 2019. Ello demandará de cada uno un compromiso de excepcional seriedad y esmero. Se trata, por cierto, de definir el sistema de reglas que en el futuro garantizará los derechos de las personas y regulará la forma en que se distribuyan y equilibren los poderes del Estado. Pero se trata también de responder a las inmensas expectativas despertadas, procurando recogerlas, pero sincerando las limitaciones propias de un texto constitucional. Los mismos ciudadanos evaluarán finalmente el cumplimiento de esta labor en el plebiscito ratificatorio a efectuarse el próximo año.
Para que la tarea resulte exitosa, es necesario que los convencionales se incorporen a deliberar con un espíritu abierto y dialogante, dispuestos a buscar acuerdos, especialmente porque las reglas que aprueben deberán contar con el voto de al menos dos tercios de sus participantes. Como hoy reconocen incluso algunos de los que antes lo cuestionaron, lejos de ser un obstáculo, dicho quorum constituye un llamado a concordar una Constitución que, en lugar de expresar mayorías circunstanciales, pueda proyectarse en el tiempo. Ello permitirá a la ciudadanía desplegar sus proyectos de vida en un horizonte de estabilidad, condición necesaria, aunque no suficiente, para el progreso social.
No cabe desconocer que ese espíritu se ha visto amagado por aquellos convencionales que afirman —sin sustento alguno— que el mandato recibido les permitiría pasar por encima de la institucionalidad, la misma que dio origen a su elección. Asoma en esa postura la pretensión jacobina de autoerigirse en intérpretes de una supuesta voluntad popular que identifican con las manifestaciones callejeras o las marchas de sus partidarios. Por cierto, tales voces se equivocan: aunque inmensa, la tarea que la ciudadanía les ha encomendado tiene alcances específicos y límites precisos.
Cabe esperar que las voces responsables logren imponerse a los ímpetus fundacionales y que contribuya a ello la propia dinámica de la Convención. En algún momento, los gestos testimoniales y las estridencias debieran dar paso a una deliberación serena respecto de problemas cuya naturaleza es especialmente compleja. Si así ocurre y si finalmente esa disposición logra expresarse de modo ampliamente mayoritario, dotará a la Convención del espíritu que se requiere para cumplir con las expectativas que los chilenos han puesto en ella.