Hideo Yokoyama (1957) ha sido, por más de doce años, reportero de investigación para un periódico del norte de Tokio. Autor prolífico y de vasta proyección global, sus libros recién están siendo traducidos al español.
Seis cuatro, su sexta narración, ya ha dado la vuelta al mundo, ha merecido, justificadamente, ser calificada como la mejor novela negra de las pasadas décadas y se llevó al cine, para luego transformarse en teleserie. La crítica no se ha quedado corta en elogios: “Un extraordinario viaje a través de la mentalidad nipona”; “totalmente adictiva”; “una simbiosis perfecta entre Kafka y Stieg Larsson”, etcétera.
En verdad, es difícil reseñar un libro que, aparte de tener 700 páginas, solo en el índice final presenta a veinticinco personajes centrales y a lo largo de su desarrollo surgen nuevos actores, que aparecen y desaparecen según las necesidades de la intriga. Narrada en tercera persona,
Seis cuatro tiene como protagonistas a Yoshinoba Mikami, jefe de prensa e inspector a cargo de las relaciones públicas con los medios, y a su esposa, Minako, expolicía, quien, junto a Mikami, en el presente sufre el atroz duelo de tener a Ayumi, la hija de ambos, desaparecida por voluntad propia.
El título
Seis cuatro deriva del secuestro y asesinato de Shoko, una niña de pocos años por cuyo rescate el criminal pidió una suma sideral, para enseguida dejarla abandonada a orillas de un lago, maniatada, amordazada, irreconocible. El guarismo
Seis cuatro corresponde al cambio de la era Meiji a la Heisei y es exactamente el día en que Shoko fue raptada, coincidiendo con el cumpleaños del Emperador y el desvanecimiento de la chica, de apenas siete años. Cuando comienza la acción de
Seis cuatro faltan apenas unos meses para que la investigación se clausure y el caso prescriba. Entonces, Mikami, quien inició la pesquisa, se ve forzado a retornar a hechos cuyo estigma no se ha borrado con el paso del tiempo, a enfrentar al público que insulta el fracaso de los agentes, al escándalo permanente que supone esto en una sociedad tan civilizada, a la inminencia de que un crimen tan horrible quede sin solución.
Si a lo anterior agregamos que él y Minako sufren el calvario de la súbita decisión de Ayumi de irse del hogar sin ninguna explicación, es inevitable que lo que ambos hagan, sobre todo Mikami, se encuentre entremezclado con su situación familiar. A Mikami, a estas alturas, ya no le interesa aclarar la atrocidad perpetrada contra Shoko, pues solo desea tender una mano a su padre (Toshiko, la madre, murió de aflicción), poner punto final a esta tragedia que no se ha borrado con el tiempo y, contra toda la maquinaria burocrática, consigue detectar una irregularidad en el proceso, de modo que, pista tras pista, logrará sacar a la luz un móvil que encierra explosivos secretos, los cuales, de haberlos sabido, quizá los habría ignorado.
Seis cuatro conforma, así, una tétrica y magnética inmersión en un incidente delictual donde las indagaciones, magistralmente entregadas, permiten que midamos el talento literario de Hideo Yokoyama.
Sin embargo,
Seis cuatro es mucho, mucho más que lo expuesto. Bajo la mal llamada literatura menor —vale decir, la policial—, Yokoyama construye una madeja argumental que, en primer lugar, pone al descubierto la circunspección, el sigilo, el recato de la mentalidad nipona; en segundo, revela cómo cada acto está vigilado, codificado, sopesado y, finalmente,
Seis cuatro es una exploración inusitada en el laberinto de la psique femenina, representada, desde luego, por Minako, por la investigadora celestina Hayami, por sus amigas Toshiko y Madoka, por las reporteras, dueñas de casa, profesionales que comparecen según el curso de la trama y, especialmente, por Mikuma, hermosa, brillante, atrevida joven que debe labrarse camino en un entorno masculino, el cual, sobra decirlo, desde siempre ha visto a la mujer como mero objeto sexual.
Seis cuatro puede seguirse como varias historias a la vez: una inquisición en torno al aparato policial-jurídico de Tokio, donde laboran millones de seres hormiga; sucesivas exposiciones de corrupción y prevaricación en el Estado; desfiles y más desfiles de actores a quienes reconocemos y olvidamos —obviamente, no estamos familiarizados con los patronímicos asiáticos—; la puesta al día en una civilización que, fuera de haber dejado de ser secreta, en el presente derrama sus productos por el orbe y exporta símbolos por los cuatro puntos cardinales. En última instancia, es Minako, al acercarse a los despachos del poder, la que tal vez da sentido a esta ficción al pensar: “Ya era de noche más allá de las ventanas”.