Uno de los malentendidos más recurrentes en torno a la experiencia cinematográfica es creer que esta se reduce solo a ver películas. Como si el sentarse ante la pantalla encendida fuese una suerte de alfa y omega, capaz de alojar dentro de sí su propia finalidad. Y claro, no funciona así. Sería como atribuirle al caminar nada más que el sentido de traslación de un lugar a otro, dejando insólitamente de lado aspectos de recreación, salud, ocio o lo que queramos agregar a esta idea de poner un pie frente al otro, ya sea admirar el paisaje o perderse en lo mecánico de esa acción.
Con las películas sucede algo parecido. Muchas de las actividades que las definen les dan contexto e incluso amplían su influencia, no tienen que ver necesariamente con mirarlas: rastrear una canción que escuchaste durante la función e ir en busca de la banda sonora; leer un comentario del filme y pelearte con el crítico que lo escribió (mentalmente o por las redes); comprar un libro acerca de un cineasta y su obra, y luego descargar su filmografía; colgar un póster en la pared, buscar información sobre estrenos que vienen, coleccionar DVD o figuras de acción… La verdad, en lo que a esto respecta, todo vale; y bien lo sabe Quentin Tarantino, quien a principios de semana lanzó “Érase una vez en Hollywood”, novelización de la película que estrenó hace un par de años.
Ojo: no se trata de una novela, sino de una “novelización”, acaso el más modesto de los formatos literarios comerciales. Muy populares entre los 70 y los 90, eran ficciones creadas a partir de películas y usualmente se encargaban a escritores que recibían una versión del guion (no necesariamente la que se usaba en rodaje), la cual debía servir como material de base para armar su versión del relato a toda velocidad y así poder llegar con el volumen a librerías, quioscos, aeropuertos y supermercados, coincidiendo con el estreno de la película en salas.
Como era de esperarse, en su calidad de consumidor compulsivo de cine clase B, Tarantino fue también un voraz lector de estos subproductos literarios: en las entrevistas a propósito de su primer libro, ha soltado unas cuantas perlas al respecto (“la novelización de ‘Orca', esa película de 1977 que imitaba a ‘Tiburón', es mucho mejor que ‘Tiburón', la novela de Peter Benchley que inspiró a Spielberg a filmar su película”), pero sobre todo ha defendido el acto de comprar esos libros impresos en papel barato y formato paperback, ideal para llevarlo en cualquier bolsillo hasta que la portada y las hojas se doblasen sin remedio. Leer esos libros era una forma más de “quedarse dentro” de la película, continuar un tiempo más junto a esos personajes. Expandir la experiencia.
Y doy fe. Todavía conservo mi novelización de “Cazadores del arca perdida”, escrita por un tal Campbell Black, quien tuvo apenas seis semanas para escribir el libro y terminó por detestar las secuelas fílmicas de su héroe, pero que en las vacaciones de invierno del 82 le dio a mi yo de 10 años la chance de regresar a esas aventuras vistas en cine el verano anterior, antes que el VHS y después el DVD y el streaming hiciesen de Indy y sus amigos una entidad omnipresente y a solo un clic de distancia.
Es una ironía algo cruel que sea precisamente esa ubicuidad, esa capacidad de las películas contemporáneas para desplegarse y estar en todas partes, junto a sus secuelas, spin-off y remakes, la que hoy por hoy atenta contra la diversidad y sentido de la experiencia cinematográfica: en la medida que vamos reduciendo el acto de ver cine a un mero playlist, una fila india de títulos con uno listo para partir apenas acaba el otro, lo que se pierde son esos tiempos muertos, esos momentos donde las imágenes ya vistas continúan vivas en nuestra imaginación.
De algo sirve que los niños jueguen a los Avengers después de ver las películas: al querer habitar con todas tus fuerzas en esos relatos ajenos, acabas por crear los tuyos.