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Editorial
Martes 29 de junio de 2021
Criminalización de la política
El adversario político ya no es alguien respecto del cual se discrepa, sino un ser (“un criminal”) que cabe sacar de la esfera pública.
Uno de los aspectos más dañinos y odiosos del debate político es su creciente judicialización, en donde incluso candidatos presidenciales utilizan la presentación de acciones legales como una especie de estrategia mediática que busca visibilizar elementos que les interesan y, sobre todo, deslegitimar al adversario. Se usa así a la justicia y a las instituciones administrativas como una forma de propaganda en la lucha por el poder, tal si fueran un instrumento político puesto a su disposición al que pueden echar mano a su arbitrio.
Pocas veces ha quedado más expuesto este propósito que en las declaraciones del candidato Gabriel Boric en el reciente debate de las primarias. Preguntado por la querella criminal presentada por Daniel Jadue en contra del Presidente Piñera, el entonces ministro Mañalich y la subsecretaria Daza, entre otros, sostuvo: “Me parece totalmente legítimo que todas las herramientas judiciales, legales y políticas para tratar de encauzar el rumbo de una pandemia mal llevada por el Estado chileno, en particular por Sebastián Piñera y su ministro de Salud, son bienvenidas”. Más adelante agregó que hay que “desdramatizar” su uso, y refiriéndose al Presidente Piñera y las querellas por violación a los derechos humanos en el estallido, advirtió: “Señor Piñera, está avisado”.
El tratar de justificar la utilización de acciones penales como una manera de “encauzar el rumbo de la pandemia” desnaturaliza el carácter específico y excepcional que debe tener el proceso penal, que no es otro que investigar delitos concretos y procurar sancionar a sus responsables. Los debates y legítimas críticas sobre políticas públicas no son materias susceptibles de querellas criminales, por más que se trate de revestirlas de algún fundamento jurídico aparente. No es papel de los tribunales identificarse con las causas de un determinado sector político, y al procurar involucrarlos se arriesga comprometer su independencia y confianza pública.
La experiencia muestra que el empleo de estas formas y métodos es propio de los partidos más extremos, de izquierda y también de derecha —véase, por ejemplo, a Vox en España, que entre sus objetivos señala el de “hacer de las acciones jurídicas un modo de lograr mayor repercusión social y mediática, poniendo en el debate cuestiones que puedan interesar al programa”—, y termina indefectiblemente dañando la convivencia, donde el adversario no es alguien respecto del cual se discrepa, sino un ser (“un criminal”) que cabe sacar de la esfera pública. Se busca así “deshumanizar” al otro y deslegitimar su acción política. De más está señalar que ello conduce a una creciente polarización, donde cualquier acuerdo o acercamiento con el adversario resulta casi imposible, abriendo el camino y justificación a la violencia y a las campañas de asesinato de imagen en las redes sociales. Con ello también se consigue que muchas personas con méritos se retraigan de participar en el ámbito público, ya que no están dispuestas a que las legítimas discrepancias políticas terminen afectando su honra.
Naturalmente, la justicia debe acoger a las víctimas y estar abierta a recibir, investigar y, en su caso, sancionar, los delitos o irregularidades que se produzcan. Pero eso es muy distinto a dejarse utilizar para meros fines políticos. Es de esperar que los tribunales, el Ministerio Público, la Contraloría y otras instituciones sepan diferenciar adecuadamente aquellas materias que pudieran ser objeto de investigación de aquellas propias de discusiones de políticas públicas o que solo buscan esa instancia para criminalizar, desacreditar o intimidar al adversario.