Pocas veces tanta gente al mismo tiempo trató de eludir un enfrentamiento de la selección por una competencia oficial. Razones no faltan para querer evitar a Brasil. La escuadra de Tite luce números terroríficos en las clasificatorias y en esta Copa donde oficia de anfitrión, parece imbatible y luce las mejores individualidades. Como si eso no bastara, en los partidos por fases finales de eliminación directa nuestro registro es paupérrimos: perdimos el 62, el 98, el 2010 y el 2014 en los mundiales. Nos golearon sin misericordia la última vez que nos medimos en una segunda fase de la Copa (2007) y, francamente, es un pleito que quisiéramos a toda costa evitar.
Pero otra cosa es entregarse mansamente. Ya parece suficiente que la selección retorne a Chile para afrontar este mini receso, con todos los riesgos y complicaciones que eso significa; que renuncie voluntariamente a las horas de entrenamiento perdidas por los viajes y que sacrifique la complicada adaptación climática que le significó jugar en el calor húmedo de Brasil. Además, está la enorme desazón que provocó la última derrota ante Paraguay, un equipo que con argumentos muy limitados se ha dado maña para desnudar nuestras peores falencias en los últimos enfrentamientos.
Juguemos o no frente a Brasil (porque puede que no también), de repente nos pareció que éramos vulnerables en las pelotas detenidas, que Brereton necesita más espacios para desarrollar su potencia y velocidad, que se siente demasiado la ausencia de Pulgar y que seguimos sin encontrar la manera adecuada de alimentar a nuestros delanteros. Pareciera que con la línea de tres defensores -que volvió tras larga ausencia- la táctica mejora, pero el agotamiento de nuestros mejores exponentes nos deja indefensos ante rivales de nuestro nivel. Ni pensar en los de mayor alcurnia.
Igual, en las horas que restan deberíamos ponerle más ilusión y fe a un discurso marcado por un realismo pesimista. Y sentir que La Roja vuelve a enfocarse en lo trascendente. La moda de la transmisión en vivo para las redes sociales nos ha mostrado variados bailes de reggaetón, cortes de pelo, confesiones faranduleras, abrazos reconciliatorios, invitados estelares a un interminable show de entretenimiento que no tiene parangón con lo que vemos en la cancha, donde el equipo parece conservador y sin chispa.
Durante mucho tiempo este grupo luchó —con la ayuda de cuerpos técnicos y dirigentes— para mantener su intimidad, la misma que ha quedado preocupantemente al desnudo gracias al esmero que han demostrado para utilizar las tecnologías. Quizás debieran preocuparse un poco más del libreto, que está lejos de provocar entusiasmo, adhesión o empatía en tiempos de pandemia y crisis, donde el peor pecado fue, precisamente, saltarse olímpicamente los privilegiados protocolos a los que han tenido en suerte acceder.
La gracia de jugar frente a Brasil -si es que nos toca- es que es un gigante enorme. Ganarle será estar, otra vez, en las ligas universales. Es un show pirotécnico, en el más brillante de los escenarios. Espectacularmente fantástico. Un gozo fenomenal para la camarita amiga. Como para hacer un súper live.