Como cualquier observador de la industria del cine ha visto, el verdadero talento de un actor no está en lo que es capaz de entregar frente a la cámara, sino en saber elegir, primero, el papel adecuado. Actores talentosos han arruinado su carrera gracias a películas insufribles. Halle Berry ganó un Oscar en 2002 por “Monster's Ball” y después desperdició su talento —y juventud— a punta de películas malas. Cuestión parecida le pasó a John Travolta, un actor innato como pocos, que después de convertirse en una estrella a fines de los setenta, desapareció del mapa hasta que Quentin Tarantino lo rescató para “Pulp Fiction”(1994). Sin embargo, a los años Travolta volvió a hundirse en la intrascendencia.
Tom Cruise, en ese sentido, nunca se ha ido. Hoy, a punto de cumplir 59 años de edad, sigue vigente. Está próximo a estrenar la segunda parte de “Top Gun” (1986), está filmando las secuelas 7 y 8 de “Misión imposible” y tiene un nuevo proyecto —con viaje interespacial de por medio— con el director Doug Liman. Pero nunca ha gozado del prestigio de ser un gran actor. De hecho, ha sido nominado al Oscar tres veces, pero no ha alcanzado ninguno. Brad Pitt, un año más joven, acumula ya dos. Pero Pitt es simpático, cool y querido y Tarantino lo pone cada vez que puede en sus películas, lo que es la definición misma de tener onda.
Un señor feudal
Cruise, en cambio, nunca ha trabajado con Tarantino. Hace más de una década que es productor de sus películas, tiene posiblemente mucho más poder y dinero que Pitt, pero no parece pertenecer a la aristocracia buena onda de Hollywood. Es, más bien, un señor feudal temido, respetado, poderoso y quizá poco querido. Buena parte de ello puede deberse a su ferviente adscripción a la cientología, una religión extraña e indefendible. Otra buena parte tiene que ver con que hay algo en Cruise que nunca le permitirá conocer el prestigio de la élite cultural.
Cruise pertenece al mundo pop. Es la encarnación del cine industrial y masivo de los últimos 40 años. De un tiempo a esta parte es el protagonista exclusivo de sus películas y su nombre es hoy sinónimo de películas de acción, rápidas, intensas, con mucho aparato tecnológico, mucha proeza física, donde Cruise en una especie de superhéroe sin capa que, sin embargo, nunca deja de tener una mezcla de fragilidad física y pasión moral que lo lleva a entregar su mejor esfuerzo, hasta prácticamente llegar a la muerte. Podría hacerse, de hecho, una antología visual de todas las muertes —o casi muertes— de Cruise. Vistas las últimas dos décadas, es un leitmotiv de su personaje cinematográfico. El hecho de que en los últimos años se haya publicitado cómo realiza en persona gran parte de sus escenas de acción, arrojándose en paracaídas, corriendo en moto, saltando entre edificios o colgándose de un avión, solo refuerza la idea: Tom Cruise lo entrega todo. Pero ese profesionalismo extremo no le entrega el corazón del público. O de cierto público. Para ese público, el más exquisito, el más refinado, el suscrito a Mubi por así decirlo, Cruise es solo un actor enérgico que hace cine desechable.
Hay una lectura injusta en todo esto. Cruise, si uno se atiene a los hechos, ha filmado con los mejores directores que Estados Unidos ha tenido en las últimas cuatro décadas. La lista habla de una biografía envidiable: Francis Ford Coppola, Curtis Hanson, Ridley Scott, Tony Scott, Martin Scorsese, Barry Levinson, Oliver Stone, Ron Howard, Rob Reiner, Neil Jordan, Sydney Pollack, Robert Redford, Brian de Palma, Cameron Crowe, Paul Thomas Anderson, Stanley Kubrick, Steven Spielberg y Michael Mann. Solo unos pocos actores, al nivel de Cary Grant, James Stewart o John Wayne, podrían mostrar una lista más impresionante. No siempre han salido películas óptimas, es cierto, pero sí algunas muy buenas. Cruise es exigente como pocos, especialmente consigo mismo. Sus películas no solo suelen enérgicas y rápidas, diversiones en su sentido más básico pero también más puro, sino que nos lleva a experimentar la tensión de una existencia sometida a sus últimos límites.