La reciente elección de gobernadores es la piedra clave en un anhelado proceso de descentralización política y administrativa del territorio que entrega mayor capacidad de decisión a la ciudadanía con autonomía del gobierno de turno. La figura del gobernador electo, representante de realidades locales, surge gracias a una reforma constitucional de 2017 enmarcada en una “agenda de descentralización” del segundo período de Michelle Bachelet. Junto con la elección de gobernadores, se promulgó la Ley de Fortalecimiento de la Regionalización, que permite transferir a los gobiernos regionales las atribuciones que hoy tienen ministerios y servicios públicos, para elaborar y aplicar políticas, programas y proyectos propios. Tal vez lo más importante de este nuevo modelo es la capacidad de establecer un Plan Regional de Ordenamiento Territorial surgido de procesos participativos, incluyendo la autoridad de regular la gobernanza de las áreas metropolitanas –que en poco tiempo serán varias a lo largo de Chile–, otorgando facultades en materias de residuos, movilidad y transporte público y medio ambiente.
La trascendencia de este nuevo orden se vio opacada por la proyección política que se les asignó a los comicios regionales en el contexto de las próximas elecciones presidenciales, y en un momento en que el país observa expectante un proceso constituyente también histórico. Santiago concitó el interés mediático, pues se dará aquí una potencial paradoja: la región concentra 40% de la población y del electorado nacional, de modo que un gobernador elegido podría poner en crisis la autoridad presidencial, además de hacer carrera política, tal como ocurre en otras metrópolis del mundo. Pero, al mismo tiempo, su éxito solo dependerá de su gestión.
Cuando casi 90% de nuestra población vive en zonas urbanas, las carencias en planificación, regulación, asistencia y protección a lo largo de décadas –que en parte explican la profunda crisis social que se hizo evidente en 2019 y se agravó con la pandemia– se convierten en urgencias ineludibles. Nuestros gobernadores deberán lograr un nuevo modelo de desarrollo y gestión en sintonía con las demandas locales y con los desafíos de esta época: entre otros, una economía sostenible y sin excusas, protección efectiva del medio ambiente y del paisaje como bienes colectivos, resiliencia ante desastres naturales y las amenazas de la catástrofe climática que ya nos afecta (en especial la escasez de agua potable); movilidad amplia, inclusión e integración social verdaderas, y un desarrollo urbano armónico, regulado a partir de los intereses, las necesidades y la dignidad de los habitantes.