Clivaje. El concepto es empleado en las ciencias sociales para referirse a aquellas fisuras que configuran identidades sociopolíticas y líneas divisorias entre los electores, las cuales delimitan un paisaje político que posee una relativa continuidad y previsibilidad. Los quiebres más importantes son de tipo social, religioso y étnico, pero hay que considerar también el impacto de ciertos eventos políticos y culturales: una guerra, una dictadura, o movimientos planetarios como el rechazo al totalitarismo o el feminismo.
Se dice que el arte de una campaña electoral radica en encontrar un clivaje que, al mismo tiempo, ponga de relieve los atributos y las potencialidades propias, desnude los puntos débiles de los adversarios, y haga sentido a los electores llevándolos a definirse en torno a él. Quien “instale” el clivaje adecuado tiene parte del partido ganado, pues se asegura que la competencia electoral se dará en una cancha favorable. Es lo que por muchos años consiguió la Concertación con la fisura autoritarismo-democracia, cuyo clímax fue el plebiscito de 1988, que dividió al electorado entre el rechazo o la aprobación de Pinochet.
En 1999, enarbolando el discurso del “cosismo”, Joaquín Lavín estuvo cerca de romper con ese paisaje, pero al final no lo consiguió. Quien sí lo logró fue Sebastián Piñera en 2010. Con su imagen de realizador, derrotó a una Concertación porfiadamente indolente ante el obvio declive del clivaje posautoritario. Piñera y la derecha, sin embargo, no consiguieron instalar una nueva fisura generativa. Tampoco la ex-Concertación. De hecho, los actores políticos chilenos han pasado años a la búsqueda de un nuevo clivaje, y al no encontrarlo llenaron el vacío apelando sucesivamente a los carismas de Piñera y Bachelet.
Muchos piensan que el estallido social de 2019 dio pie a una fisura generativa del mismo peso —y para algunos, aún mayor— que la confrontación dictadura-democracia. La consagración, vía plebiscito, de la redacción de una nueva Carta Fundamental en octubre pasado, y el rechazo a la clase política tradicional en la votación para convencionales, parecieron darles la razón. Pero lo ocurrido el pasado domingo con la elección de gobernadores obliga a mirar las cosas con más cautela.
La coalición PC-FA transformó a la Región Metropolitana en el campo de prueba para testear un nuevo clivaje, el del rechazo o apruebo de los pasados 30 años, que su candidata tildó como un turbio contubernio neoliberal-patriarcal. Con esto alcanzó una votación muy elevada, pero insuficiente para triunfar. ¿Por qué? Porque no se replicó esta vez la oleada de jóvenes de comunas populares que salieron a votar en octubre y mayo pasados, aún encandilados por el estallido y esperanzados en lo que pueda ofrecerles la nueva Constitución. Y porque el plantear la elección como un plebiscito en torno a los 30 años incentivó la movilización de electores mayores que se han sentido maltratados por la satanización inmisericorde de un pasado que ayudaron a crear —y asustados, seguramente, ante un futuro que no alcanzan a vislumbrar—, quienes optaron por dar su voto a veteranos de los gobiernos de aquel período.
“No son 30 pesos, ¡son 30 años!”, fue el grito de guerra de la revuelta de 2019. Pero una cosa es un eslogan, otra un clivaje. El rechazo a los 30 años tuvo éxito en movilizar para la elección de convencionales, pero ahí caducó su movimiento ascendente. Los resultados de las elecciones de gobernadores indican que no se trataba de una fisura capaz de dibujar el paisaje político chileno, como algunos imaginaron, y es probable incluso que su incidencia en las contiendas que vienen sea decreciente. No hay que olvidar que los tsunamis son disruptivos, pero su energía se agota con rapidez, y distan de ser frecuentes.